Esposado y con una venda en los ojos. No sabe adónde le conducen, pero sí alcanza a imaginar lo que pronto va a suceder. Un escalofrío recorre su cuerpo mientras el terror se apodera de sus pensamientos. El coche finalmente se detiene. Un descampado, en plena noche. Recibe el primer golpe, sin que medie palabra alguna. Le desnudan, le humillan y le siguen golpeando. Semiinconsciente ya, aun si quisiera, no podría responder a las preguntas que acompañan a la lluvia de golpes que está recibiendo. Quieren información. Una hora. Tal vez dos. O quizás apenas hayan sido treinta minutos. No lo sabe, pero sí alcanza a entender que quienes le torturan quieren más. Como si fuera un mero despojo desprovisto de cualquier resto de humanidad, le arrastran por aquel suelo de tierra y piedras hasta que pierde la consciencia. De todo lo sucedido aquella noche, sin embargo, no hubiéramos sabido nada si no existiera un detallado informe forense que da cuenta de todo el dolor que aquella noche experimentó Kepa Urra, detenido y condenado por cooperar con la banda terrorista ETA.

El médico que le atendió en las dependencias del cuartel de La Salve constató hematomas en ambos ojos y en el cuello, erosiones en las muñecas y detectó una arritmia cardíaca. Sus fosas nasales, su boca y su faringe presentaban restos de sangre. El detenido estaba inconsciente, en un “estado de inhibición sin respuesta a estímulos externos”. Aquella paliza le provocó lesiones internas que dañaron la función renal y el oído izquierdo. La minuciosa descripción de aquellos daños fue la prueba de cargo más importante para que la Audiencia Provincial de Vizcaya condenara a tres guardias civiles (el capitán Manuel Sánchez Corbí, el alférez José María de las Cuevas y el agente Antonio Lozano) a cuatro años y medio de prisión además de a seis de inhabilitación. Apenas once meses después el Tribunal Supremo redujo la condena a un año, aunque mantuvo los seis de inhabilitación. Justo después el Gobierno Aznar indultó a los condenados y permitió que pudieran continuar en la Guardia Civil sin sanción alguna. Manuel Sánchez Corbí es hoy día el jefe de la UCO, la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil, uno de los cuerpos policiales más prestigiosos de nuestro país.

Hace escasamente unos días, el pasado 13 de febrero, se conoció el fallo del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que condenaba a España por haber vulnerado “la prohibición de tratos inhumanos y degradantes” a dos detenidos, Igor Portu y Martín Sarasola, los dos miembros de ETA que atentaron en la T4 de Barajas. Portu requirió atención médica durante 27 días y Sarasola durante 14. La Audiencia Provincial de Gipuzkoa condenó por un delito de torturas a cuatro agentes de la Guardia Civil. Si hubiéramos de reflejar aquí las lesiones de que dan cuenta los informes forenses, tendríamos suficiente material para elaborar un nuevo artículo. Un año después de aquella sentencia, sin embargo, también el Tribunal Supremo anuló la condena. No obstante, el recurso ante el TEDH de quienes representan jurídicamente a Portu y Sarasola le ha valido a nuestro país una condena por malos tratos. Pero llueve sobre mojado. El Estado Español acumula otras ocho condenas por no haber investigado denuncias por torturas y malos tratos.

Es innegable que el retroceso en materia de libertades que vivimos en nuestro país nos está alejando de los estándares democráticos de países de nuestro entorno europeo. Está relacionado, en cierta medida, con lo que Naomi Klein describió como ‘doctrina del shock’. Una sociedad como la nuestra, que ha vivido como un auténtico cataclismo los efectos de la crisis económica, política y social de los últimos años, llega a asumir con cierta normalidad los hechos más anómalos. Mientras un tal M. Rajoy, que aparecía en los papeles de Bárcenas como receptor de dinero negro, sigue presidiendo el Gobierno de nuestro país, servicios públicos como Sanidad y Educación se devalúan como consecuencia directa de una corrupción endémica que ha expoliado las arcas públicas. Mientras a De Guindos, autor intelectual y material de esos recortes, se le busca una salida honrosa a su choque con Montoro, poniendo los recursos del Estado para conseguirle la vicepresidencia del Banco Central Europeo, numerosos jóvenes siguen teniendo que emigrar en busca de las oportunidades y expectativas de las que carecen en nuestro país. Mientras a raperos como a Valtónyc se les condena por criticar en sus letras a la Monarquía, y cuando se secuestra un libro que relata las conexiones del PP con el narcotráfico gallego, un señor condenado por torturas es nombrado Jefe de la UCO.

Creo, tengo el firme convencimiento, que la inmensa mayoría de hombres y mujeres que integran nuestras fuerzas y cuerpos de seguridad no sólo cumplen escrupulosamente con la legalidad vigente, sino que además se desviven cada día por garantizar que vivimos en un Estado de Derecho. Así lo hacen los y las agentes que forman parte de la UCO, la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil, una unidad policial que ha destacado por su labor a la hora de perseguir los casos de corrupción más sangrantes así como los crímenes más abyectos. Precisamente porque hay que reivindicar esa encomiable labor que realizan, es preciso exigir el cese de Manuel Sánchez Corbí, tal y como le pedí hace un par de semanas en pleno del Senado al Ministro Zoido. La defensa cerrada de Juan Ignacio Zoido, ex juez y actual ministro del Interior, a un condenado por torturas es un síntoma evidente del deterioro institucional de que estamos sufriendo. ¿Por qué el ministro se niega a abrir una investigación que esclarezca los hechos de que estamos hablando?

Hay una España democrática que mira al futuro y exige dignidad. Un país que exige a sus gobernantes que se preocupen por su gente; un país que quiere que sus leyes garanticen el derecho a la vivienda; una España que quiere desterrar la precariedad y la desesperanza que atenaza a las generaciones más jóvenes; un país en el que unas pensiones dignas garanticen un futuro honroso a nuestros mayores. Hay una España en color que quiere abrirse paso entre la oscuridad de estos tiempos aciagos. Y en esa España democrática y de futuro no cabe, es inadmisible, que todo un ministro del Interior se niegue a abrir una mera investigación sobre los hechos por los que nos condena el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y no es menos inadmisible tampoco que un torturador condenado por nuestros tribunales sea ascendido, premiado y llegue a dirigirir incluso una unidad policial de élite.