Este año la ciudadanía se ha portado bien hasta el momento, ha participado masivamente en las elecciones generales y se dispone a votar en la doble cita del 26 de mayo, que en la mayoría de las comunidades autónomas será triple. Gobierno y partidos felicitaron a los electores en la noche del 28 de abril por la alta participación registrada y ahora les invitan de nuevo a que, cívica y responsablemente, renueven el contrato que cada cuatro años compromete a los cargos públicos con sus votantes.

La clase política entra en nuestros hogares con los envíos de propaganda electoral, nos mira a la cara a través de las numerosas pantallas que nos rodean, en muchos casos hasta nos llama a la puerta o por teléfono para pedirnos el voto. Pero, una vez obtenido, el diputado en Cortes o el europeo se va a Madrid o a Bruselas, coge el voto y corre al AVE o al avión.

Mientras nos inundan ríos de bits con análisis y opiniones sobre la crisis de la democracia, la desconfianza de la población en sus instituciones de gobierno y el auge de los extremismos, la gente contempla con perplejidad lo difícil que resulta ponerse en contacto con los parlamentarios de su provincia tanto en el Congreso como en el Senado. Por no haber, no hay ni una rendición de cuentas periódica, al menos anualmente, de lo que han hecho desde su escaño.

Por eso, a los ya elegidos y a los que están por elegir, hay que decirles “toma mi voto y no corras” porque los queremos cerca, asequibles, atentos a las demandas de una sociedad cada vez más culta y exigente, que ya no se conforma con depositar la papeleta en una urna cada cuatro años. No queremos que nos bombardeen con sus tuits, sus videos grabados y sus argumentarios de campaña, queremos que nos escuchen, que podamos acudir a ellos como hacen los grupos de presión para que legislen a favor de los intereses de multinacionales y grandes corporaciones, que se paseen por sus circunscripciones con más frecuencia para debatir cómo progresa el país y quienes se benefician más o menos de los cambios legislativos.