Los titulares de la prensa más resueltamente monárquica han sido mitad neutros mitad benévolos, pero ni las crónicas ni las fotos han podido camuflar la escasez de público ni el recibimiento más bien de trámite dado a los reyes por los escasos vecinos de Sevilla que acudieron al Polígono Sur o al entorno de la Catedral y el Real Alcázar para darles la bienvenida.

No han olvidado, aun así, los cronistas cortesanos resaltar a modo de excusa el fortísimo calor de la jornada, como dando a entender que si la temperatura hubiera sido primaveral otro gallo habría cantado, quién sabe si el mismo gallo que con tanto brío cacareó aquel 18 de marzo de 1995 en que Elena de Borbón y Jaime de Marichalar contrajeron matrimonio en la Catedral, en una solemnísima ceremonia oficiada por el arzobispo Amigo Vallejo.

Una boda de Estado

25 años separan esta visita de Felipe VI y su esposa Letizia de la boda real de la infanta, cuando Sevilla se echó a las calles para celebrar el acontecimiento como si los novios fueran de la familia y toda la ciudad hubiera estado invitada al banquete.

Un cuarto de siglo es mucho tiempo para medir la evolución de los Gobiernos, pero no para evaluar la de los Estados: aquellos navegan ágiles como esquifes, mientras que estos son pesados trasatlánticos cuyo avance solo es perceptible cuando se los mira de lejos.

Hace 25 años, la Corona hacía de argamasa de la fábrica constitucional; hoy no se sabe muy bien de qué hace. Tal vez de lo mismo, pero con mucha menos credibilidad y eficacia. Los reyes tienen sentido solo mientras la gente cree en ellos: puede haber democracia sin confianza, pero no hay monarquía sin fe.

Indulgencia plenaria

El desenvolvimiento más bien triste, o en el mejor de los casos poco lucido, de la visita de los reyes ayer a Sevilla es síntoma inequívoco de que el hilo emocional que unía al pueblo con el jefe del Estado se ha roto o está a punto de romperse.

No va a serle fácil a Felipe VI recuperar la alta consideración que su padre tuvo entre los españoles, cuya indulgencia ante sus pecados como marido nunca pudo imaginar sus corrupciones como jefe del Estado.

El mismo Juan Carlos que hizo monárquicos a quienes no lo eran ha convertido en republicanos a quienes hacía mucho tiempo que habían despachado –creyendo que para siempre– la cuestión históricamente controvertida de la forma de Estado.

Siempre que sea, pensaban muchos, impecablemente democrático, da un poco igual que el Estado tenga al frente a un rey o a un presidente de la república, pues al fin y al cabo el poder político real estará en uno y otro caso en el jefe del Gobierno, no en el jefe del Estado, salvo que este lo sea también del Gobierno.

El traje del rey

Si en apenas un cuarto de siglo la ‘Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Sevilla’ ha dejado de excederse “en graciosas demasías” para pecar “de corta y seca”, al contrario de lo que, según relata el humanista Juan Mal de Lara, ocurrió con ocasión del recibimiento dado por los sevillanos a Felipe II en 1570, eso significa de modo inequívoco que la Corona tiene un problema serio. Un problema real.

Mucho le costará al hijo limpiar lo ensuciado por el padre, y aun dejar impoluto su propio traje de rey borrando las manchas y salpicaduras dejadas aquí y allá por episodios aún por aclarar como el pago por un empresario de 200.000 euros para sufragar su costosa luna de miel.

¿Luna de miel? ¿Regalos? Hace 25 años, nadie echaba cuenta a estos detalles; al contrario que el diablo, la fe no suele interesarse por los detalles. Sin embargo, cuando la duda corroe el pecho de los súbditos, todas las precauciones –y aclaraciones– de un rey son pocas.