Una de las muchísimas cosas que me enseñaron mis padres es que en política, como en la vida, no todo vale, y que aquel para el que todo vale, no vale nada. Pablo Iglesias Turrión aterrizó en la arena política en 2014 con la promesa de derribar el “Régimen del 78”; dos años después, en pleno debate electoral, sorprendió -¿lo hizo?- a la audiencia utilizando como réplica a sus oponentes la lectura textual de una serie de artículos de la Constitución Española de 1978 que iba escogiendo de un ejemplar de la misma desde el cual pontificaba como un predicador con su Biblia en la mano.

Este señor enarbola la bandera tricolor tratando de alimentar sus expectativas electorales del profundo sentimiento de pérdida e injusticia que sufren en silencio los hijos y los herederos morales e intelectuales de aquel proyecto traicionado por propios y ajenos que fue la Segunda República, y en su vergonzante afán por frenar la pérdida progresiva de relevancia política de su organización, comete la indecencia de equiparar la fuga de Carles Puigdemont a Bruselas con el exilio de centenares de miles de españoles al término de la Guerra Civil, buena parte de ellos rumbo a una Europa en la que pocos meses más tarde estallaría la Segunda Guerra Mundial.

Iglesias trata así de congraciarse con un sector de la población española que refrenda las tesis de unos dirigentes que no sólo basan su voluntad de autodeterminación en argumentos culturales, lingüísticos, o referentes a la conformación del Estado, sino que sostienen la presunta superioridad socioeconómica de su nación sobre la nuestra desde un sesgo abiertamente clasista, y lo hace porque ya ha comprendido que su futuro político, a falta de capacidad para idear y liderar un proyecto que ilusione a los ciudadanos, pasa por medrar a costa de su ira y enfrentamiento.

Jordi Pujol dijo, refiriéndose al hombre andaluz: “constituye la muestra de menor valor social y espiritual de España. Si por la fuerza del número llegase a dominar sin haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña e introduciría su mentalidad anárquica y pobrísima; es decir, su falta de mentalidad.” La huida de la Justicia, administrada de acuerdo con el marco que define esa Constitución que admira y deplora simultáneamente, del dirigente de la formación nacionalista conservadora que Pujol construyó y lideró hasta no hace mucho, una de las más sabidamente corruptas del país, se le antoja comparable a la existencia devastadora que aguardó a los exiliados de la España de posguerra nada menos que al vicepresidente del gobierno que hace bandera de su memoria. No, no todo vale.