Estamos a finales de los años 80. Los crímenes de los GAL han quedado atrás, pero no así su rastro de dolor en las familias de las víctimas ni tampoco su imborrable rastro de deslegitimación del Estado de derecho. Entre 1983 y 1987 los malos siguen siendo los malos pero los buenos han dejado de ser los buenos. El Estado responde al terrorismo con terrorismo y el vencedor en la batalla es, obviamente, el terrorismo.
La novela de Lidia Falcón ‘El honor de Dios’ cuenta todo lo que se escondía y –muy importante– todo lo que se pudo esconder tras el asesinato de Lasa y Zabala. Por ella desfilan personajes de verdad y personajes de mentira: de hecho, en ocasiones –y esto es mérito y no demérito de la novela– los personajes de verdad parecen de mentira y los de mentira parecen de verdad.
Los políticos
Felipe González, Alfonso Guerra, Javier Solana, Claudio Boada, Carlos Solchaga, Narcís Serra… semejan caricaturas de sí mismos, no son tanto personajes de carne y hueso como piezas del mecanismo narrativo de ‘El honor de Dios’, un relato donde los verdaderos personajes son los ficticios y muy en particular los ficticios con nombre de mujer.
Aunque obviamente a la historiadora o a la cronista sí le interesan, a la narradora no le interesa particularmente detenerse en González, Serra o Barrionuevo en tanto que personajes: le interesan como puntos de apoyo narrativos, como oportunos trampolines que favorecen el desarrollo de la trama y la impulsan hacia su desenlace.
En todas las novelas históricas, y esta de Lidia Falcón sin duda lo es, a los personajes reales que todavía están vivos y que son conocidos del lector les cuesta mucho convertirse en personajes de ficción. Es como si de algún modo nos resultaran o bien demasiado reales o bien demasiado ficticios.
Las mujeres
Donde con más acierto pone Lidia Falcón su talento de narradora es en la creación de personajes femeninos. Las mujeres y su circunstancia –sobre todo y precisamente su circunstancia- son el alma invisible de esta novela: sin ellas, la historia que cuenta Lidia sería solo una crónica, un documento, una pieza histórica o periodística. Ellas hacen de ‘El honor de Dios’ una novela en toda la extensión de la palabra.
No quiere esto decir, naturalmente, que sea esta una novela de mujeres. En absoluto lo es. Más bien estaría en las antípodas de esa clase de novelas. Lo que quiere decirse es que son las mujeres las que le otorgan a ‘El honor de Dios’ su espesor narrativo, su temblor fiera y desconsoladamente humano, su verdad más verdadera, esa verdad que no estaba –ni podía estar– en las crónicas periodísticas o judiciales de los años 90, cuando se produce la cascada de detenciones y posterior procesamiento de la cúpula del Ministerio del Interior.
Las mujeres de ‘El honor de Dios’ son valientes. Lo son incluso cuando tienen miedo. Lo son incluso cuando nadie, ni siquiera sus novios o maridos, esperan de ellas que lo sean. Ni Francisco, marido de Socorro y hombre asignado al equipo de protección del ministro Solana cuyas peripecias no debemos desvelar, ni Eduardo, novio de Begoña y hombre de confianza del gobernador civil de Vizcaya, creen en serio en sus mujeres. No es que no las quieran, es que en el fondo no les interesa su vida.
Las verdades
Para ellos y aun sin ellos saberlo, sus parejas tienen algo de caricaturas, son piezas útiles que no acaban de tener personalidad propia. De hecho, ambos personajes masculinos se sorprenden –agradablemente en un caso y desagradablemente en otro- cuando Socorro y Begoña dejan de ser la esposa de Francisco y la novia de Eduardo y se convierten en otra cosa: en mujeres hechas y derechas cuyo coraje y estatura moral sobrepasa con mucho lo que siempre habían creído o esperado de ellas sus desconcertadas parejas, hombres a su vez atrapados en un narcisismo no necesariamente malintencionado pero sí algo pueril.
Más allá de cómo sucedieran exactamente los hechos en aquel final de los 80 y principio de los 90 del siglo pasado, en la combativa ‘El honor de Dios’ el camino hacia la verdad se va despejando gracias a las mujeres. Se llega a la verdad porque se empeñan en que así sea Begoña, Isidora, Edurne o Socorro. Como el proletariado en la teoría marxista de la historia, las mujeres son el motor de la historia narrada en ‘El honor de Dios’. Y no porque su presencia sea omnipresente o explícita en todas las páginas, sino porque son sus intuiciones, sus dudas, sus certezas, sus apuestas, sus sospechas las que hacen que se levante de una maldita vez la niebla que impide ver la ciénaga: son todas esas cosas las que hacen que los hombres, dicho sea un poco a lo castizo, muevan el culo. Y lo mueven: vaya si lo mueven. Lidia Falcón –narradora, dramaturga, ensayista y fundadora del Partido Feminista– se ocupa de ello. Vaya si se ocupa.
Activismo y literatura
‘El honor de Dios’ toma su título de la inteligente pieza teatral de Jean Anouilh que también sería llevada al cine, con Peter O’Toole y Richard Burton en los papeles protagonistas. La intención por parte de Falcón al utilizar el título es, naturalmente, irónica. El Dios de su relato no es precisamente el Dios de Anouilh, sino Felipe González, que era como se referían a él algunos de sus más cercanos (por supuesto, cuando él no estaba cerca).
La novela de Falcón se alza, sin complejos, como prueba de cargo contra lo que muchos llamaron felipismo, contra las decisiones y la herencia de los sucesivos gobiernos socialistas. En ese descarnado juicio sumarísimo de tres lustros de historia de España la narradora Lidia cede el testigo a la activista Falcón. Ahí, tal vez, la autora hace ensayo político más que propiamente literatura.
La otra cara de Dios
Falcón quiere dejar testimonio escrito del juicio que le merece el modo en que nació Transición. Ahí se puede estar en desacuerdo con la autora, pero se trataría de un desacuerdo menor cuando se está hablando de una obra relevante como ‘El honor de Dios’, una novela de contrastada ambición histórica y narrativa, que no solo contiene una prosa escrita con pulso firme, sino también mucha y muy útil información, hasta el punto de que casi se echa de menos un índice onomástico al final del libro.
Quienes tengan interés en conocer qué pasó en aquellos años de los GAL, quienes tengan interés en conocer la otra cara de Dios y de algunos de sus apóstoles, en ‘El honor de Dios’ encontrarán lo que buscan. Y se puede garantizar que no les gustará lo que encuentren.
Pero tampoco hay que ponerse demasiado solemnes: a fin de cuentas estamos hablando de literatura. Por eso, para quienes, un poco más livianos, quieran cotillear un poco, no demasiado pero sí un poco sobre Santiago Carrillo, Rosa Chacel, Narcís Serra, Alfonso Guerra, Claudio Boada o hasta personajes de la Movida madrileña, ‘El honor de Dios también es su novela. Podrán estar en desacuerdo en ocasiones con los juicios de la activista Falcón, pero pocas veces dejarán de admirar la destreza de la creadora Lidia.