Escribía con acierto esta semana Josep Ramoneda en el diario moderadamente independentista Ara.cat lo siguiente: “Si la calidad de una democracia se evalúa por su capacidad de inclusión, resulta ilustrativo que la española integre mejor a Vox que al independentismo”.

Es una apreciación muy bien traída, aunque no le iría a la zaga la que, sustituyendo ‘democracia española’ por ‘democracia catalana’, en lugar de Vox escribiera CUP, CDR y hasta, apurando mucho, ‘constitucionalistas catalanes’.  

El secesionismo quiere ser a España lo que la Reforma fue a Roma. El independentismo catalán es aún una herejía pero, dado el elevado número de fieles que la comparten sin flaquear desde hace más de un lustro, se ve con fuerzas para convertirse en una fe reconocida, con Iglesia, cánones y ministros propios. Si lo consigue, los herejes serán los otros.

‘Guerra religiosa low cost’

Mientras los reproches éticos o litúrgicos a la Iglesia de Roma no traspasaron los límites de universidades o monasterios, todo fue bien. Cuando las críticas tomaron forma en las 95 tesis que Lutero clavó en la puerta de la iglesia del castillo de Wittemberg en 1517 y su desafío inicialmente solo evangélico conectó con aspiraciones políticas muy arraigadas entre los príncipes electores de Alemania, la pequeña nobleza y muchos de sus súbditos, la teología se transfiguró en ideología, la ideología en cisma y el cisma en guerra. En guerra religiosa, que sería la peor de todas si no fuera porque todas las guerras lo son.

Quién sabe: si Roma hubiera aceptado algunos de los razonables argumentos de Lutero contra el abusivo tráfico de indulgencias eclesiásticas, quizá la historia de Europa y de la propia Iglesia habría sido distinta y mucho menos dolorosa. 

Guerra religiosa, aunque más bien ‘low cost’, es lo que buscan los indómitos monaguillos que estos días incendian las calles de Barcelona con la excusa de una sentencia que, aunque hubiera sido mucho más benévola, habría sido instrumentalizada con el mismo ánimo inquistorial.

Aun así y más allá de tales excesos, es un hecho que cientos de miles de catalanes sienten la sentencia del ‘procés’ como una afrenta en lo más íntimo de su ser, y el ser, ya se sabe, engloba lo que uno es, pero también lo que uno quiere ser y hasta lo que quiere dejar de ser.

Gestionar políticamente lo que es sentido por tanta gente como un ultraje requiere dosis a partes iguales de audacia y de tacto, las dos virtudes, por cierto, que tuvo Adolfo Suárez hace 40 años.

Elogio de la traición

Mientras el secesionismo quiere tenerlo todo porque cree que es suyo pero le fue arrebatado en alguna coyuntura remota de la historia, el españolismo no quiere dar nada porque cree que bastante ha dado ya sin tener por qué. Por fortuna, entre los contados fanáticos de una y otra fe, todavía alientan esas multitudes templadas de uno y otro lado que verían con buenos ojos determinadas cesiones si a cambio de ello se restauraba la concordia civil y el orden institucional.

Ciertamente, identificar, acotar y pactar tales cesiones no es fácil, pero tampoco imposible. De lo que deberíamos olvidarnos todos es de que, tras esta última rebelión catalana, las cosas vayan a quedar como estaban. Tal cosa no solo es imposible, sino que además no es deseable, porque de quedar como estaban eso significaría que los ‘protestantes’ habrían batallado inútilmente y sus líderes habrían acabado en la cárcel a cambio de nada: el resentimiento estaría garantizado durante décadas.

Eso sería una derrota y lo último que necesitamos es una derrota. Lo que necesitamos es un cierto empate, un apaño donde todo el mundo se traicione un poco a sí mismo, que es lo que a fin de cuentas fue la Transición: el gran truco del prestidigitador Suárez fue propiciar una victoria real de los demócratas con la apariencia formal de un empate en el que los franquistas no se sintieran derrotados.

Urge conseguir que el secesionismo regrese a la ley, pues sin ese regreso no hay normalidad posible, pero urge que lo haga no con el sentimiento de haber sido derrotado, sino con la esperanza de que su rebelión no había sido en vano.