Si yo pudiera unirme a un vuelo de palomas atravesaría las andalucías para abrazarte, Patricia, y pedirte perdón. Estas lágrimas que empiezan a salpicar el teclado de mi ordenador mientras te escribo no son por ti ni por tu indecible sufrimiento. Son por mí, por mis sueños rotos, hechos añicos en el fondo de la bolsa de la basura de la vida. Son lágrimas por la que ha sido mi profesión, ahora maloliente y miserable, cuajada de tipejos y tipejas con alma de macarras que se están dando un festín con el cadáver de tu hijo.

Rescata Simon Leys la historia de un joven berlinés, que decidió exiliarse en 1938 por razones estrictamente morales y escribió con el pseudónimo de Sebastian Haffner un modesto libro con un modesto título: 'Historia de un alemán'. Al igual que todos sus compatriotas, había presenciado la subida al poder de Hitler y sintió con toda claridad que, como el resto del país, se había metido insensiblemente en un pantano emponzoñado. Haffner mismo no se vio nunca expuesto a una situación extrema, no se vio nunca enfrentado de forma directa a ninguna atrocidad, no fue nunca testigo de ningún acto violento o criminal.

Pero consciente de la degradación moral de toda la sociedad, abandona su buena posición económica y social y se exilia voluntariamente, “para salvar su alma”. Su colección de recuerdos plantea una pregunta aterradora: todo lo que Haffner sabía en esa época, lo sabían también millones de compatriotas suyos. Entonces, ¿por qué no hubo más que un solo Haffner?

Si ha habido un proceso de degradación deontológica y laboral, Patricia, en este país no ha sido otro que el de los medios de comunicación. Y lo peor es que ese proceso se ha producido con el silencio miedoso y siempre cómplice de los propios periodistas, que han preferido jalear a sus jefes y a sus conglomerados mediáticos y políticos antes que luchar contra el empobrecimiento pesebrista de su trabajo, mientras las organizaciones profesionales organizan misas en honor del patrón.

A un amigo, Patricia, le dieron un premio una vez. En el breve discurso de agradecimiento vino a decir: mientras recojo esta placa, cientos de compañeros se están yendo al paro ¿Sabéis lo peor? Eso no será noticia mañana en ningún medio. Recuerdo que lo que siguió fue un incómodo silencio. Pero después vinieron los abrazos, los canapés, las copas y los olvidos.

Primero se rompió la barrera de la información y la opinión; después la de la publicidad y la información, luego los gerentes sustituyeron a los directores, los intereses de los accionistas a los libros de estilo, manadas de tertulianos poblaron platós y emisoras de radio suplantando a los intelectuales y, por fin, Patricia, sí, la verdad ha sido suplantada por la audiencia. Así es como hemos llegado a este vertedero pantanoso en el que se disputan a dentelladas de morbo los despojos de tu hijo asesinado.

Mis últimas lágrimas sí son para ti, Patricia. Pero son de admiración. Por tu fortaleza moral. Soy mitómana. Ya sé a quién mirar cuando esté desesperada, cuando me falte aliento. También son lágrimas de agradecimiento. Por recordarme que una vez, casi una chiquilla, creía y trabajaba en el periodismo ético que también ha sido asesinado. Así salvaba mi alma. Ese recuerdo me ha producido un instante de fugaz felicidad solapado enseguida por el remordimiento. Y la misma pregunta terrorífica sobre la soledad de Haffner. Perdóname. Perdónanos, Patricia.