Tu abuelo me respetó siempre, decía mi abuela, a la que siempre conocí viuda y la llamaba de usted. Con los años supe que con eso quería decir que nunca la vio desnuda, que no conoció el amor, que tuvo siete hijos y crió a cuatro hijastros mayores que ella. Mi abuela era sirvienta en una casa de un pueblo de la cara norte de la Sierra por la cama y la comida.

Tenía 19 años. Mi abuelo enviudó bien cumplidos los 50. ¿Cómo te llamas?,  le preguntó al salir de una visita a aquella casa mientras fregaba el suelo. Mi abuela le dijo su nombre. Mañana vengo a pedirte matrimonio, piénsatelo. Así salió de la miseria.

En aquellos pueblos de piedras, cal y esparto, secanos, candiles de aceite, la vida cundía poco y piano. La campana de la iglesia daba cuenta del bucle de la vida de varias centenas de vecinos. Los bautizos se solapaban con los entierros, a veces el entierro era el del recién bautizado, a veces colgaban un judas de trapo en un alambre y lo destrozaban a escopetazos. Aquel olor a pólvora, aquella procesión del santo con el borracho detrás de la peana, aquella alegría pobre, blanca y con cura que tanto gustaba al fascismo. En el pueblo no había médico, pero siempre estaba el cura. Y su sobrina.

Debajo de la mesa o en el rellano de las escaleras, oía las conversaciones de mis padres. Duraban poco. Mi padre volvía destrozado de arar o de segar o de sembrar y se dormía en la misma silla donde esperaba la cena. Fulanita, la del cortijo de Calquí, la entierran mañana. Se ve que el Paco volvió como loco de la taberna. Pobre mujer, pobre mujer, oía el lamento en voz baja de mi madre. Aquel rumor de labios cerrados pesaba sobre las noches oscuras, aquel silencio resignado de las mujeres yo ya sabía que se llamaba miedo.

Un funeral apresurado, un réquiem en latinajos, una fosa abierta mientras caía la lluvia y luego la nada. La nada más impune. La nada de la iglesia, guardada en secreto de confesión. La nada de la guardia civil, disfrazada de comprensivo atestado, si lo hubiera. La nada de la miseria de la posguerra interminable.

Crecí con aquel negro rumor en mi memoria, un rumor de mujeres asesinadas por sus maridos porque eran suyas y desde adolescente tuve la absoluta certeza de que el hombre más humillado y explotado de la tierra no era el último del eslabón de la miseria terrenal. Siempre hay alguien aún más humillado y explotado: su mujer.

Me niego a nombrar siquiera al innombrable portavoz del fascismo andaluz que dulcifica los crímenes machistas llamando fallecidas a las asesinadas. Pero me resulta muy familiar esa comprensión: la comprensión del cura, la comprensión del cabo, la comprensión de la propiedad. Es la fosa abierta en la tierra roja de arcilla bajo la lluvia, es de nuevo el rumor de los labios sellados en las noches oscuras. Es el viejo rumor del miedo de las mujeres. Es el miedo. Y la impunidad de sus padrinos. Ha vuelto.