Andalucía tiene cada vez menos autonomía; pero a cambio tenemos un Parlamento kitsch. Porque es que si según Milan Kundera el kitsch es “la negación absoluta de la mierda”, nuestra cámara autonómica es la definición misma de lo kitsch. A medida que la institución se vuelve irrelevante y vacía, cada vez es más corrupta; cada día que pasa descubrimos nuevos escándalos, suciedades y corruptelas escondidas bajo los oropeles pretenciosos del Hospital de las Cinco Llagas. El Parlamento de Andalucía se da aires de parlamento de verdad pero se ha convertido en una parodia superficial de sí mismo. Ya no sirve ni para legislar sobre temas trascendentes, ni para controlar al gobierno de Susana Díaz. A cambio, cada día se parece más a uno de tantos chiringuitos de la administración del régimen andaluz.

Es un fenómeno que no debería pasar desapercibido, porque negar el Parlamento significa negar la existencia misma de Andalucía como sujeto político. Los pueblos se dotan de parlamentos para dar respuesta a su necesidad de autogobierno. En los sistemas democráticos contemporáneos el Parlamento personifica al pueblo y se constituye en espacio central para las decisiones trascendentes que modulan y definen a la sociedad. Además, en sistemas federales como podría ser el nuestro, el Parlamento es la esencia de la autonomía política: el lugar donde se confrontan los diversos modelos de sociedad política y se crean las normas básicas que regulan la vida de cada territorio.

Para eso es necesario que los parlamentos asuman su papel central y político. Y eso es algo que ya no sucede en Andalucía. El partido socialista, con el ojo siempre puesto en la política estatal antes que en la andaluza, ha renunciado a ejercer y desarrollar las competencias propias de un sistema autonómico. La Presidenta no cree que Andalucía sea un sujeto político y se siente más cómoda gestionando esta tierra como quien gestiona un ayuntamiento. Ha asumido su papel subordinado al Estado y excluye la posibilidad misma de que el futuro de los andaluces se decida aquí. Para ella y su partido el gobierno de Andalucía es una tarea de mera gestión administrativa de las decisiones capitales que se toman en Madrid.

En ese esquema anti-federal el parlamento sobra. Así que ha colocado a su frente a un hombre de partido, tan servil como bajo de miras. El Presidente del Parlamento tiene el encargo de que la cámara no moleste a la señora Presidenta de la Junta. Y a cambio le han dado carta libre para sus chanchullos. Hace contratos a dedo a empresas donde trabajan sus familiares, reparte los fondos y los contratos con ese hábito caciquil del reparto de favores que caracteriza a la gestión socialista en Andalucía. Con el descaro de quien se sabe intocable. Como su jefa de prensa que, pagada con el dinero de todos, no sólo le hace la vida imposible a todos los partidos de la oposición sino que incluso durante los debates del Parlamento se permite criticar en las redes sociales a cualquier diputado de la oposición que ataque a la jefa. Porque eso sí, ninguno de ellos tiene pudor en alabar hasta lo empalagoso las virtudes personales y políticas de la Presidenta. Al fin y al cabo, si mandan, cobran y pueden organizar sus chanchullos es gracias a ella.

En este panorama, el Parlamento andaluz ha perdido toda su altura política. En sus salas ya no se debate el modelo de sociedad de Andalucía. En nuestra tierra cada vez son más la leyes y proposiciones que se aprueban por unanimidad o sin votos en contra: porque no tienen contenido político. En el Parlamento no se confrontan modelos de sociedad. Sus señorías pierden su tiempo con cuestiones cada vez más superficiales, peleando por decisiones que son cada vez menos trascendentes. El hecho de que por primera vez haya cinco grupos parlamentarios no ha traído fuerza y dinamismo a la cámara, sino todo lo contrario, quizás porque en este terreno la cantidad no significa calidad.

Ciudadanos, en Andalucía, es un partido gris; tan cercano al PSOE que uno acaba por plantearse si no lo han inventado ellos mismos. No existe más que para facilitar el gobierno.

Por su parte, el Partido Popular permanece huido del Parlamento. El partido no hace política parlamentaria y se vuelca en campañas de impacto público: primero fue la que montaron contra el impuesto de sucesiones, que les salió bien a pesar de que es el más necesario y distributivo de los impuestos. Ahora intentan repetir con una a favor de la cadena perpetua, que se aprovecha de los instintos más sucios de la gente. Todo esto en medio de una campaña de imagen de su líder, que a base de no meterse jamás en ningún charco se presenta tan ideal para yerno como irrelevante para líder político.

Queda así la tarea de oposición frontal en manos de Podemos e Izquierda Unida. Superados los titubeos del principio de la legislatura la mayoría de sus diputados se han imbuido de espíritu parlamentario y representativo. Podemos, sobre todo, vive volcado en el Parlamento: redactan proyectos de ley, hacen estudios y preguntas, presentan iniciativas parlamentarias… pero en el espacio institucional que todas las fuerzas políticas le atribuyen al Parlamento, el resultado de este esfuerzo difícilmente puede tener verdadera altura política.

Cuando de lo que se trata es de gestionar, las ideologías pierden terreno. La prueba está en la frecuencia en que los partidos políticos se roban iniciativas unos a otros, presentándolas como propias. Demasiado a menudo hay acuerdo sobre el fondo y la única función del Parlamento es servir de altavoz de los logros y las bondades de cada uno. Todos los grupos se pelean a codazos, demasiadas veces, sólo para decir: ¡yo lo propuse antes!

Así que en estas el decadente Parlamento de Andalucía va adquiriendo aires gatopardianos. Entre los salones con moqueta, maderas nobles y escaleras de mármol reina un cacique pueblerino que sisa con una mano mientras con la otra le limpia el aire a su jefa. Pura reverencia.