Si yo fuera la madre, que podría serlo, del primer muerto buscaría a Mas, Artur Mas, y le entregaría su cadáver: es todo suyo, nadie lo ha merecido tanto. Así lo dije en un rondo de progresía donde, como es sabido, todas las opiniones tienden a la equidistancia, que no es otra cosa que el miedo a perder el calor del establo.

Esto de la equidistancia es una cosa que les suele pasar a periodistas y gentes del escribir, afectados por el regomeyo de quedirán. Es una religión, la equidistancia, que se practica desde territorios sin riesgo donde la vieja poesía aquella de Celaya (lavándose las manos/ se desentienden y evaden) es pura barbarie.

Un ejemplo muy al uso es la equidistancia Bárcenas/Chaves/Griñán. Suele producirse, la equidistancia, en las salas vip de los aeropuertos, en las terrazas de Bellas Artes, en algún bareto donde ponía copas un antiguo ligue, que ya se casó con otra. Anda que (dice uno/a) no han robado nada, qué poca vergüenza, Bárcenas y sus amigos del PP. Pues no le han ido a la zaga Chaves y Griñán (dice el otro/a) en Andalucía. Ocurrido lo cual, se toman algo con gas  y se reconocen la mutua admiración por el glamur de su equidistancia.

La equidistancia sin embargo madre de todas las equidistancias es la del “problema catalán”, lo que Santos Juliá llamaría, citando a Thiesse, el sistema Ikea de construcción de identidades. Aquí nuestros duelistas se la cogen con papel de fumar y se ceden las palabras, por no parecer poco equidistantes. Hasta que uno de ellos, en un arrebato de valor, se atreve a decir, oiga, no es plan esto de hacerle una pedorreta con cava a la Constitución/Estatut, ni (hacerle) un corte de mangas a las leyes que uno se ha dado a sí mismo.

Lo cual que el otro, asintiendo con lentísima gravedad, viene a susurrar: todo eso está muy bien pero entonces, ¿dónde se nos queda el derecho a decidir? Hombre, dice el otro, lo del derecho a decidir es el derecho a decidir. Y llaman al camarero y se consuelan con aquella amarga gracieta de Baroja sobre la guerra civil: “qué mal hemos quedado en esta guerra los del 98”. Cualquier cosa menos quedar mal con la equidistancia.

Uno que no tuvo tanto falso pudor fue Sartorius, rico de familia y comunista, que viéndolas venir y después de haberse jugado el pellejo contra el último franquismo vino a decir (sobre todo a los de Podemos, cuando  se creían que iban a dinamitar la memoria de la transición) que si hay una patria no es otra que la libertad y que esa libertad es la que preña la Constitución y los estatutos de autonomía. Total, la puta verdad.

Fue así como, de parte de Sartorius retomé a Mas, Artur Mas, quien viéndose perdido por los votos y la corrupción tuvo la desesperada ocurrencia de cambiar las leyes así pactadas por las emociones de proximidad, con la anuencia de los equidistantes, que siempre pensaron que las cosas nunca llegarían tan lejos. Cuando digo tan lejos es tan lejos como que el señor de Vox a caballo, el amo de la plantación, se nos aparezca en cuerpo presente reivindicando el respeto a la Constitución, sin mayor equidistancia.  Y por ahí ya sí que no paso: el primer muerto le pertenece a Mas. Y si fuera su madre se lo llevaría y le diría: aquí lo tiene, es su cadáver.