Pregúntenle a Muñoz Molina o a Heráclito, que pilla más a trasmano: uno no lee dos veces el mismo libro. Yo con calcetines decía que había leído a Maquiavelo. Era la misma época en la que supe que Plagio no era un emperador romano. Más bien tomé tres citas con las que arrearle al ganado (sorry) de la política y me iba apañando la mar de bien. Sólo tenía que poner en negrita el nombre de la víctima de la sentencia maquiavélica y al día siguiente todo eran cartas al director y una invitación a comer en un reservado. A veces sospechaba que la invitación no era sólo por las negritas y esa prosa rebrincada de inconsciencia y moralinas.

Yo estaba allí el tres de abril del 79, subiendo y bajando las escalinatas del ayuntamiento. Más bien estuve la larga madrugada del dos. Mucha gente no sabe o no recuerda o no le importa pero en esas horas febriles de la noche del dos al tres de abril se empezó a morir el andalucismo que ahora ya vemos muerto y enterrado. Una muerte provocada por el más conspicuo y ambicioso de sus líderes, Alejandro Rojas Marcos, que nunca quiso reconocerse el error (años bastantes después, frente a un par de copas de manzanilla en un patio sevillano, negó una y dos y tres veces que fuera la causa del efecto).

Henchido de sevillanía y torpe centralismo, Alejandro cambió en esa madrugada las alcaldías que Huelva y Granada, que le correspondían por pacto previo, por hacer alcalde de Sevilla a su amigo Luis Uruñuela, del que nunca más se supo. mientras los sociatas desplegaban sus alas en el este y el oeste y convertían la alcaldía de Uruñuela en una anécdota de pijos sevillanos jugando al municipalismo procesional mientras el PSA se desangraba con listas enteras de dimisiones y se abría la fractura, incluso ideológica, que se acabaría convirtiendo en abismo.

La segunda lectura (ni el libro ni yo éramos los mismos) me dejó en el cuaderno de anotaciones una estocada que no había recibido antes: “la condición humana no permite el uso exclusivo de medios honestos en el poder”. Cuarenta años de aquella madrugada del dos al  tres de abril y miles de alcaldes después han macizado en mí tres certezas, que uso sin  freno en las tertulias. La más clara es que la municipal es la más dura  de las tareas políticas, la más exigente e ingrata y la peor pagada.

Por ahí, por el agujero del dinero aparecieron los Jesús Gil y toda esa ralea de usurpadores de la democracia local convirtiéndola en un gran negocio de recalificaciones, putas y langostinos, por cierto, gracias a la barra libre del suelo urbanizable otorgada por Aznar, que ahora compite con Abascal a ver quién es más macho, más chulo y más de derechas (ahí, la verdad, me pierdo un poco).

La más sentimental de esas certezas es la memoria emocionada de muchos muchos y pocas muchas que se afanaron por un municipalismo potente y reequilibrador de poderes, gracias a la pujanza electoral de alcaldes colmados de soberbia, talento y liderazgo (Aparicio, Anguita, Jara…) y que lograron siquiera matizar a Maquiavelo.

Y la última la que siento más propiamente mía es la íntima seguridad de haber anotado para la historia que el andalucismo empezó a morirse de una muerte larga en la madrugada del dos al tres de abril del 79 a manos de su propio jefe, tan excedido de centralismo como falto de estrategia. Una muerte que ha provocado la terrible paradoja de que la autonomía andaluza nacida del aliento del andalucismo se haya quedado sin él, convertido en una esquina del himno. Una orfandad tan clamorosa que la ha venido Vox a ver.