Sabemos que de haber sabido de antemano que su presencia en la misa por el alma de Franco y José Antonio daría la vuelta a España y se haría eco de ella el diario británico The Guardian, Pablo Casado no habría ido este pasado 20 de noviembre a esa iglesia de Granada. Lo que seguimos sin saber es si, en caso de tener garantizado el anonimato, Casado habría asistido a una misa por el dictador franquista y el líder fascista de Falange Española.

Franco es el cadáver en el armario del que el PP ni sabe ni quiere deshacerse. Nunca quiso hacerlo en los cuarenta años de democracia, y mucho menos quiere desde que irrumpió en escena un competidor neofranquista como Vox que le ha arrebatado tres millones y medio de votos y amenaza con quitarle todavía más en las próximas elecciones.

En términos estadísticamente significativos, en España nunca hubo una derecha antifranquista que lo fuera por repugnancia a la dictadura. Los nacionalistas conservadores de Cataluña y el País Vasco fueron antifranquistas solo tardíamente y siempre por ser el dictador un centralista furibundo, no por ser propiamente un dictador.

Cuando se habla de Franco, el PP se pone de perfil hasta volverse casi invisible. El personaje le incomoda en público, aunque no le resulte especialmente embarazoso en privado. Sus cautos dirigentes no elogian a Franco no porque sean antifranquistas, ni siquiera antifranquistas sobrevenidos, sino porque hacerlo podría acarrearles problemas electorales en España y algún que otro disgusto con las derechas antifascistas europeas.

Consistencia intelectual, coraje civil y entereza democrática: son las tres cosas que le faltan a Pablo Casado para marcar distancias con la dictadura y condenar sin reservas la figura de Franco. El presidente del PP no es franquista pero tampoco es antifranquista, lo cual lo hace a su vez un poco franquista, si bien tampoco mucho: lo suficiente para sospechar de la franqueza de su credo liberal, pero no lo bastante para que esa circunstancia le haga perder ni un solo voto conservador. Como diría el olvidado Eduardo Marquina, "España y yo somos así, señora".