Mi abuela materna, a la que debo el nombre, era una mujer imponente, por su porte elegante, por su tamaño, al menos así  la recuerdo, y sobre todo porque transmitía autoridad y firmeza sin alzar la voz nunca. Recuerdo que de chico no le tenía miedo pero si un poco de respeto, por lo que procuraba pasar desapercibido en su casa que era grande, con zaguán, fresco patio de mármol y escalera monumental con alfombra en invierno, que yo ascendía poco a poco, sin dar saltos,  hasta llegar a una puerta con cristales que daba acceso a la vivienda  propiamente dicha ,que tenía calefacción central lo que no era común en Córdoba y muchas alfombras.

De niño la veía frecuentemente porque la casa estaba en la calle Diego León, enfrente de nuestro piso de la calle  de la Plata, al otro lado de la plaza Mármol de Bañuelos y porque además  diariamente dos de mis hermanos comíamos allí. No me gustaba demasiado ir porque todo era mucho más formal y porque allí vivían mis primos que se comportaban con mucha más desenvoltura que yo, pero la comida era buena, casi siempre cocido de garbanzos, y la casa estaba llena de objetos preciosos.

Recuerdo como si lo estuviera viendo ahora, el día que curioseando  por la casa me asomé donde no debía y vi  algo que me impactó. Yo pensaba que tenía el pelo muy corto porque siempre lo llevaba recogido  de una manera original, como Olivia de Havilland a la manera cordobesa, estilo Julio Romero de Torres. La sorprendí con la melena  suelta y hasta casi la cintura, desplegada sobre el peinador que cubría su espalda; ella me vio en el espejo  y sonrió. Luego supe que no podía subir los brazos y peinarse sola, por lo que por las mañanas venía una peluquera a hacerlo.  

Los nietos pasábamos quincenas con los abuelos maternos en Alizné, una finca deliciosa pues a los placeres del campo añadía la ausencia de electricidad y una playa en el pantano de la Breña. Normalmente éramos seis niños: tres hermanos y tres primos. Era verano y lo pasábamos muy bien pues ambos que tenían ya más de 65 años con la tía Nati de unos 40, se ocupaban de nuestro entretenimiento formativo. Tras desayunar la acompañábamos al huerto, que estaba a medio kilómetro, nosotros portando cestos para recoger las verduras que ella iba cortando para la comida del día, luego jugábamos un rato en un arenal que había al lado de la alberca con los niños de Juan el pastor-hortelano.

Entre sus prioridades estaba el que comiéramos bien, pues como todas las abuelas de la época desconfiaban  de la capacidad de sus hijas de alimentarnos como dios manda, yo creo que incluso nos pesaban antes y después como a los animales, pero no estoy seguro. Lo que la hacía singular a mis ojos y muy diferente a otras abuelas era que cazaba perdices y conejos con su propia escopeta del calibre 20, menor que la de mi abuelo que era del 12 pero una verdadera escopeta de dos cañones, y además me enseñó a disparar sobre un blanco, aprendiendo a apoyar bien la culata para aguantar el retroceso.

Ahora bien, maestra era en el arte del toreo, se le notaba que era hija de Rafael Guerra “Guerrita”, y algunas tardes practicábamos su tauromaquia en una pequeña plaza de toros que improvisábamos entre rocas y cañahejas secas (Ferula communis L.), hasta con sus burladeros. Ella muy seria nos enseñaba a plegar el capote sobre el cuerpo, a hacer el paseíllo, a torear de capa o con muleta, incluso a poner banderillas y a dejar el estoque en todo lo alto, acertando en el agujero que había en el corcho  que unía los cuernos que por turnos llevaba el de nosotros que hacía de toro bravo.

Cuando tocaba baño ella personalmente nos restregaba sin piedad el cuerpo con la esponja, por todas partes, hasta que un día cuando yo ya tenía vello en el pubis le dije: “abuela, creo que ahí debo lavarme yo”, ella me miró  y dándome la esponja me dijo: “llevas razón”.

El atardecer era siempre mágico pues disfrutábamos de la puesta de sol rezando el rosario que ella dirigía, con sus letanías en latín, sentados en una terraza grande que dominaba el embalse, viendo el retorno de los patos y la aparición de Venus.

Mi infancia son recuerdos como estos que iré de vez en cuando escribiendo, pero hoy solo iba a hablar  algo de Juana, mi abuela, mi madrina, una mujer de armas tomar y si crees que  exagero puedes verla en toda la plenitud  de sus cincuenta años en el cuadro que le hizo el joven pintor cordobés Rafael Serrano Muñoz.