El 2022 no parece llamado a ser el año definitivo de nada. Todo apunta a un curso político para el que será necesario un buen acopio de paciencia para aguardar en las mejores condiciones posibles al 2023, que, desde la distancia, se perfila como más definitorio que el recién estrenado. Cataluña cumplirá su primer quinquenio después de la explosión del Procés sin ninguna perspectiva cierta de cómo y cuándo acabara la penitencia del conjunto de la sociedad por la legítima aventura de unos cuantos. Tampoco éstos cuantos tienen un plan firme para poner fin a la larga etapa de incertidumbre, prosiguen en sus dudas y rencillas internas  mientras tantean la capacidad de sorpresa que pueda tener el gobierno de Pedro Sánchez.

Las expectativas tienen algo de increíbles por ambas partes. ERC quisiera que el PSOE de Pedro Sánchez se hiciera una harakiri identitario abriendo la puerta a la disgregación del Estado español para dar satisfacción a las aspiraciones de la mitad de la mitad de los catalanes, tal vez tan solo del 9-10% de los propios independentistas que realmente creen que el estado propio acabará llegando como resultado de este primer intento. Aunque el mensaje que se repite desde Moncloa va en sentido contrario, los republicanos hacen como si no lo oyeran.

El PSOE y el PSC, y buena parte de Podemos y Comunes esperan que Pere Aragonés renuncie abiertamente al aventurismo de Oriol Junqueras y Carles Puigdemont para aceptar un nuevo autogobierno (del estilo del Estatut de 2006, maltratado por el Congreso y el Tribunal Constitucional) y confíe en las hipotéticas vías de reconocimiento nacional de Cataluña que pudieren nacer de una reforma constitucional para asentar la España Plural. En definitiva, que ceda a Junts el liderazgo del independentismo tramontano y abrace el pragmatismo pujolista de antaño. El riesgo de tal reconversión es tan alto (poner en juego una presidencia que los republicanos habían soñado desde Lluís Companys y pasar a engrosar las listas de traidores) que no debe extrañarles a los socialistas que les pidan árnica.

Junts y PP simplemente esperan que suceda en alguna medida algo de lo resumido en los anteriores párrafos para revivir los días más aciagos de la tensión y sacar provecho electoralista. No hay ninguna señal en los cielos de la política española y catalana que anuncien la materialización de tan ambiciosas expectativas de unos y otros en los próximos doce meses. Tampoco hay que esperar ninguna respuesta a la pregunta del millón de la política catalana: ¿Cuándo asumirán públicamente ERC y PSC su condición de núcleo político de la transversalidad, única fórmula creíble para despejar las incógnitas que han lastrado 2021 y amenazan de hacer perder el 2022?

La Mesa de Negociación se reemprendió con la condición de que para 2023 se supiera al menos qué se podía esperar del diálogo. Ninguno de los interlocutores se va a levantar de la silla antes de cumplirse este plazo. El presidente de la Generalitat porque le viene muy bien agotar los meses que le separan de su cita en el Parlament para someterse a la confianza de la cámara, según lo pactado con la CUP para poder ser investido. El gobierno español porque no tiene ninguna prisa en romper el cántaro que tanto éxito habrá tenido en las cenas de la Unión Europea. Para Moncloa, 2023 podría ser el año de una elecciones generales avanzadas y en los meses precedentes no va a arriesgar en materia sensible como el futuro de España.

Lo que si va a celebrarse en 2022 es el juicio a Jordi Pujol y familia por asociación ilegal, blanqueo de capitales y una largo etcétera de cargos por los que la fiscalía anticorrupción le pide 9 años de cárcel a él, 29 a su primogénito y unos 8 cada miembro del resto del clan. A pesar de ser un caso de presunta corrupción de libro, no hay que descartar que en el momento de la verdad, durante la vista y el dictado de las condenas, se reaviva el discurso de la persecución judicial de los independentistas por el solo hecho de serlo. La calle podría recuperar su protagonismo. Hasta ahora, el independentismo oficial ha mantenido cierta distancia con el patriarca del pujolismo; de todas maneras, es conocida la debilidad de este oficialismo cuando el radicalismo se moviliza.

La gran incógnita del año en curso tiene que ver con los planes de Carles Puigdemont y dichos planes dependen en primera instancia de la evolución del enredo judicial que tienen pendiente de resolver los tribunales europeos. Sus prescriptores periodísticos vienen dejando caer algunas hipótesis que coinciden en su efecto desestabilizados de la calma que le conviene a ERC y a Pedro Sánchez para esperar al 2023. La más emocionante es la que apunta a un retorno a Catalunya en cuanto vea confirmada (de ocurrir así) su inmunidad parlamentaria por parte del Parlamento Europeo, habiéndose dado de baja previamente como militante de Junts para dar mejor el perfil de presidente en el exilio de la Generalitat legítima que regresa a casa en coche descapotable. El hecho de que, en realidad, sólo detenta la presidencia del Consell per la República, una entidad hecha a medida para que sus planes tengan cierto empaque, es solo un detalle molesto que sus allegados desprecian.

Y el gran peligro para este año es que la actitud del gobierno de ERC y Junts de desentenderse de la política autonómica acabe empujando a la Generalitat a la nada institucional y a una financiación desastrosa para la próxima década. El absentismo anunciado por Aragonés y el conseller de Economía, Jaume Giró, ante la negociación del nuevo modelo de financiación autonómica, de la que existe un primer documento técnico ya enviado por el ministerio a las autonomías, es el anuncio de una nuevo obstáculo para la normalización.

La versión oficial es que Cataluña está en otra fase, que la financiación autonómica es una pantalla pasada y que el gobierno presidido por Aragonés solo atiende a la aspiración de la soberanía fiscal, económica y política. El resultado de esta ficción es que Ximo Puig, el presidente de la otra Generalitat, la valenciana, liderará las conversaciones con el gobierno central y el resto de CCAA, una responsabilidad tradicionalmente asumida por la Generalitat catalana. Tal vez esperan arrancar de Sánchez una negociación bilateral, como si Catalunya dispusiera de un concierto a la vasca.