Desde luego no fue, ni pretendió ser un robo, sino una performance de robo o una teatralización de un supuesto robo, como tal debería haberse tomado. No se roba a cara descubierta, seguido de cámaras y periodistas y lanzando proclamas políticas; para que haya robo tiene que haber ánimo de lucro, no es el caso. La reacción exagerada, casi histérica, de casi todos los medios y de los políticos de los partidos mayoritarios nos han dado muestra de que, en realidad, estamos ante algo que no es lo que parece. Nos hemos metido de lleno en uno de los más antiguos debates de la política, sino el más antiguo, el de la propiedad privada, debate apaciguado en las últimas décadas pero que ahora se abre de nuevo. ¿Por qué unos tienen todo y otros no tienen nada y por qué no somos capaces de hacer algo que parece de sentido común, de justicia y de humanidad básica: repartir?

El respeto a la propiedad privada (es decir, la aceptación más o menos pacífica de una situación sobre la que el 99% de la población nunca ha tenido la posibilidad de elegir) se ha basado tradicionalmente en el miedo y la represión: los que lo tienen todo tienen también la fuerza y la capacidad para imponer los castigos. Hasta hace apenas 150 años robar una hogaza de pan para comer conllevaba la horca. En las sociedades democráticas posteriores a la II Guerra Mundial, en cambio, la aceptación de la propiedad privada como derecho fundamental –incluso su constitucionalización- se consiguió mediante un pacto social que incluía contrapartidas para los que menos tienen o no tienen nada. La propiedad privada ya no es un derecho absoluto al que haya que supeditar todos los demás, sino que es al contrario. Todas las constituciones democráticas modernas contemplan límites a la propiedad privada, a la que definen como un derecho condicionado a su utilidad social; cualquier propiedad es susceptible de expropiación cuando dicha utilidad social lo hace necesario. Como contrapartida a la aceptación de que la propiedad privada es un derecho, estas mismas constituciones, la nuestra por ejemplo, exigen que los poderes públicos garanticen, “la asistencia y prestaciones sociales suficientes ante situaciones de necesidad, especialmente, en caso de desempleo”; contemplan también la sanidad y la educación como derechos fundamentales y personales de los que no puede ser privado nadie, igual que recogen como derechos colectivos la huelga o la negociación colectiva; y no dejan de lado la organización económica y social que debe basarse, entre otras cosas, en una fiscalidad progresiva, equitativa y justa, por poner sólo algunos ejemplos.

Las medidas que desde los años 80 está aplicando en Europa el poder político, que son a su vez exigencia del poder económico y que se encarga de hacer digeribles el poder ideológico, están vaciando de sentido las leyes y las constituciones, están rompiendo todos los consensos políticos y sociales con el último objetivo último de instaurar la propiedad privada como derecho fundamental sin condiciones y al que se están supeditando todos los demás derechos, incluidos los derechos humanos. Seguimos hablando de la crisis, la prima o el crecimiento, y una parte de la izquierda sigue ahí perdida, pero parece más bien que, como en el siglo XIX o principios del XX, tendremos que volver a hablar de distribución de la riqueza, de miseria, de injusticia, de sufrimiento extremo… y, por tanto, de por qué unos tienen todo y otros no tienen nada, es decir, de la propiedad privada que es la base de la organización económica y social.
Los nervios que ha provocado la acción de Sánchez Gordillo, con dos Ministerios implicados, con los fiscales haciendo declaraciones, con casi todos los medios dándole una cobertura absolutamente manipulada, demuestran que se ha tocado una fibra sensible, que el poder sabe que está rompiendo este consenso y que, a partir de ahí o se vuelve a la represión y al terror o la violencia –legítima- estallará en cualquier momento. De ahí el esfuerzo un tanto histérico en poner la venda antes de la herida, en sobreactuar para dejar patente que se va a garantizar “su” orden a toda costa; un orden que, puestas así las cosas, está claro que ya no es el nuestro, el del 90% de la ciudadanía. Cada vez se ve con mayor claridad que, como dijo Marx, el estado no es más que el consejo de administración de la clase dominante. La acción de Sánchez Gordillo ha servido para poner de manifiesto que lo único que aquí es verdaderamente intocable, casi sagrado, es la propiedad privada de los ricos y que todo lo demás, parece tiene que supeditarse a ella, justo al revés de cómo está escrito en las constituciones democráticas.

La acción de Sánchez Gordillo puede ser muchas cosas, buenas y menos buenas, pero yo le diría al PSOE que desde luego no es una barbaridad y que sus nervios y prisas por desmarcarse sólo sirven para que entendamos por qué en estos tiempos en los que estamos siendo expoliados, la gente corriente ya no ve al PSOE como “de los nuestros”. Parece mentira que haya que repetirlo pero lo cierto es que una barbaridad es que nos dejen sin sanidad, sin educación, sin pensiones, sin derechos laborales, sin derechos sociales, y que vacíen de contenido las leyes y constituciones democráticas. Eso es una barbaridad. Hacer una especie de flashmob de protesta con un carrito (y no lo digo despectivamente), desde luego no es una barbaridad.

Beatriz Gimeno es escritora y expresidenta de la FELGT (Federación Española de Lesbianas, Gays y Transexuales)
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