El juez del Tribunal Supremo Ángel Hurtado, conocido por su cercanía a las posiciones del Partido Popular y su papel en intentar desvincular al partido de la trama Gürtel, ha protagonizado un nuevo episodio judicial que pone en entredicho la imparcialidad del poder judicial. Esta vez, el blanco de sus maniobras ha sido el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. Y el motor de su actuación: el relato victimista del novio de Isabel Díaz Ayuso, Alberto González Amador, cuya defensa ha sido asumida por el magistrado prácticamente sin reservas.

En su reciente auto, Hurtado no solo obvia la existencia de pruebas sólidas que contradicen la acusación de revelación de secretos contra García Ortiz, sino que convierte el testimonio de González Amador en el eje central de una instrucción que parece más una operación política que una investigación judicial. Lo más llamativo no es solo la falta de pruebas que sustenten su procesamiento al fiscal general, sino el grado en el que el magistrado adopta el relato de la pareja de la presidenta madrileña como si se tratase de un hecho incontrovertido.

La columna vertebral de este relato gira en torno a un supuesto “daño reputacional” que González Amador habría sufrido a raíz de la presunta filtración de un correo electrónico en el que su abogado reconoce dos delitos fiscales. Lo que Hurtado califica como un perjuicio injusto para el empresario es, en realidad, la consecuencia lógica de haber aceptado —por medio de su letrado— un acuerdo de conformidad con la Fiscalía, en el que se admiten los hechos delictivos. Un acuerdo que, paradójicamente, luego trató de negar. “Tal revelación podría comportar un evidente daño reputacional”, reza el auto de Hurtado.

Sobre este supuesto daño reputacional que afirma el auto del juez Hurtado, escribe que toda la mediatización del caso “se produjo por tratarse de la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid”. “Nadie duda

La operación es tan burda como eficaz: el juez hace suyo el argumento de que González Amador no entendía lo que firmaba, que no leyó el correo, que su abogado actuó por su cuenta, que él nunca quiso reconocer delito alguno. Todo esto pese a que hay comunicaciones claras, incluidas entre el propio González Amador y Miguel Ángel Rodríguez, jefe de gabinete de Ayuso, que muestran lo contrario. En uno de esos mensajes, el abogado habla de asegurar “que al final solo haya un condenado y una multa mínima”, a lo que el novio de Ayuso responde sin mostrar ni sorpresa ni rechazo. La comprensión del pacto y su participación activa en él parecen más que evidentes.

Sin embargo, para Hurtado, estos elementos no invalidan el testimonio del acusado. Al contrario, los acomoda, los dobla y los adapta para que encajen en la narrativa de una víctima perseguida por el Estado. Así, en lugar de cuestionar las contradicciones flagrantes entre el testimonio de González Amador y el de su abogado, el juez decide que ambos son compatibles y que, juntos, construyen un caso contra el fiscal general. El salto lógico que realiza es tan amplio como arriesgado, y se sostiene únicamente porque ha optado por dar validez a un solo lado del tablero.

Pero el alineamiento de Hurtado con el relato del entorno de Ayuso no se limita al contenido del auto, sino que también se manifiesta en su calendario procesal. El 5 de junio, González Amador pidió al juez que acelerase la causa y procesase tanto a García Ortiz como a la fiscal jefa de Madrid, Pilar Rodríguez. Cuatro días después, el juez ejecutó esa petición y convirtió las diligencias previas en un procedimiento abreviado. Esta diligencia contrasta con la lentitud y la falta de rigor con la que ha tratado otros elementos esenciales del caso, como la ausencia de investigación sobre la filtración original del bulo lanzado por Rodríguez y difundido por el diario El Mundo.

En el auto, se multiplican las expresiones ambiguas, como “presumiblemente”, “podría haber”, “parece que”, que no sustentan una imputación seria. La palabra “presumible” y sus derivaciones aparecen hasta en 12 ocasiones, sustituyendo la falta de pruebas por una retórica cargada de insinuaciones. El juez llega a afirmar que la Presidencia del Gobierno podría haber estado implicada en la presunta filtración, sin aportar un solo dato concreto que sustente esa acusación. Al mismo tiempo, acusa al fiscal general de borrar información y, aunque no tiene acceso a ella, concluye que esa información sería “incriminatoria”. Es decir, se construye una acusación basada en lo que no se ha podido demostrar.

Y en medio de este castillo de suposiciones, el único testimonio que Hurtado eleva a la categoría de verdad incuestionable es el del novio de Ayuso. Para reforzar su victimización, el juez llega a afirmar que González Amador ha sufrido un “evidente daño reputacional”, como si el deterioro de su imagen no fuera consecuencia directa de los delitos fiscales que su defensa reconoció por escrito, sino del funcionamiento del Ministerio Público. La ironía es que este supuesto daño no deriva de una filtración arbitraria, sino del conocimiento público de unos hechos reconocidos por su propio abogado, actuando en su nombre.

Hurtado ignora deliberadamente que la construcción del caso nace de una operación política diseñada desde el entorno de Ayuso, en la que la difusión de un bulo por parte de su jefe de gabinete fue clave. Que este elemento, absolutamente central, ni siquiera sea mencionado en el análisis del magistrado, deja claro que su interés está más en blindar al entorno de la presidenta madrileña que en esclarecer la verdad.

El juez Ángel Hurtado ha dado un paso más en su particular cruzada: ha elegido convertirse en portavoz judicial de una estrategia política basada en el victimismo y la manipulación. Y lo ha hecho comprando, de forma acrítica y con entusiasmo, el relato del defraudador confeso que comparte techo con la presidenta de la Comunidad de Madrid.

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