La ofensiva judicial contra Begoña Gómez no nació en los tribunales, sino en los platós y despachos de la ultraderecha mediática. Mucho antes de que un juez decidiera abrir diligencias, el nombre de la esposa del presidente del Gobierno ya había sido colocado en el epicentro de una campaña de acoso político y desinformación. En los estudios de Distrito TV, entre tertulias de conspiraciones y gritos de “corrupción”, se fue tejiendo la narrativa de que Gómez habría sido “enchufada” por la Universidad Complutense de Madrid, donde dirigía la cátedra de Transformación Social Competitiva. Una acusación sin pruebas, pero eficaz para lo que se pretendía: erosionar la imagen pública de la esposa de Pedro Sánchez y, de paso, cuestionar la integridad del propio presidente.

Lo cierto es que la Complutense había respondido de manera tajante a esas insinuaciones. En un documento oficial, la universidad defendió la idoneidad de Gómez “por su formación en el impacto social y su acreditada experiencia profesional”, destacando que su trayectoria coincidía plenamente con los objetivos académicos de la cátedra. Pese a ello, la maquinaria mediática y judicial no se detuvo. Un abogado vinculado a entornos ultras utilizó aquella información institucional para redactar una serie de querellas contra Gómez y el rector Joaquín Goyache, basadas en suposiciones y sin respaldo documental.

A lo largo de 2023 se presentaron al menos tres denuncias distintas, todas impulsadas desde la misma órbita ideológica. Una la firmó la tertuliana Pilar Baselga, conocida por difundir teorías de la conspiración tan delirantes como el falso caso “Bar España” o el rumor tránsfobo de que Begoña Gómez sería una mujer transexual. Otra la promovió Distrito TV, el canal de TDT de línea ultraconservadora que actúa como altavoz mediático de PP y Vox. Ambas fueron archivadas sin recorrido judicial: faltaban documentos, no se pagaron fianzas y no existía base probatoria alguna. Pero el efecto ya estaba logrado. Los titulares se habían multiplicado, y la idea de una supuesta “investigación” sobre la esposa del presidente había calado en determinados sectores.

Peinado entra en juego

Lejos de desaparecer, esa narrativa se reactivó a comienzos de 2024, cuando Pilar Baselga volvió a presentar una tercera querella casi idéntica a las anteriores. En ella calificaba de “grotesco” que la Complutense hubiera creado una cátedra para Gómez y sostenía que su nombramiento se debía únicamente a su relación con el presidente. La denuncia, sin embargo, tampoco prosperó: Baselga acabó desistiendo al no abonar la fianza exigida. Lo curioso es que, meses más tarde, los argumentos de esa querella archivada serían rescatados palabra por palabra por el juez que terminaría instruyendo la causa: Juan Carlos Peinado.

En paralelo, la Fiscalía de Madrid ya había advertido de los movimientos irregulares que rodeaban estas querellas. En marzo de 2024, la fiscal provincial Pilar Rodríguez tomó nota del asunto y pidió información sobre la denuncia de Baselga, consciente de su trasfondo político y mediático. En su agenda quedó anotado un post-it con las palabras “Restaurante Manuel Becerra”, junto al nombre de Begoña Gómez. Aquel apunte, que en realidad hacía referencia a otro caso —el incendio mortal en el restaurante Burro Canaglia, situado en esa plaza—, fue sacado de contexto y utilizado para alimentar un bulo monumental: la derecha mediática difundió que la fiscal se había reunido en secreto con Gómez para urdir una estrategia de defensa. Una teoría imposible, ya que el local llevaba cerrado más de un año.

Pese a la evidencia, el post-it se convirtió en “prueba” dentro del ecosistema conspirativo, y llegó incluso a ser incorporado al sumario por la Guardia Civil en el Tribunal Supremo. La organización HazteOír, hoy acusación popular en la causa, trató de judicializar el bulo, aunque su denuncia fue desestimada. Era la enésima muestra de cómo los rumores, amplificados por canales ultras, se transformaban en material procesal.

El punto de inflexión llegó en abril de 2024, cuando el pseudo-sindicato Manos Limpias, dirigido por Miguel Bernad, presentó una nueva denuncia contra Begoña Gómez. Esta vez el destino quiso que cayera en el Juzgado de Instrucción nº41 de Madrid, bajo la dirección del juez Juan Carlos Peinado. A diferencia de sus colegas anteriores, Peinado decidió abrir diligencias. No solo admitió la querella de Manos Limpias, sino que permitió la personación de Vox y de organizaciones de extrema derecha como HazteOír, transformando un expediente sin base sólida en una causa general de enorme resonancia política.

Desde entonces, el proceso ha crecido hasta alcanzar dimensiones desproporcionadas. El sumario ya supera los 20 tomos, con recortes de prensa, capturas de redes sociales y documentos de dudosa procedencia. Entre las pruebas aportadas figuraba incluso una noticia errónea de The Objective sobre una subvención adjudicada a una “Begoña Gómez” que resultó ser una hostelera cántabra ajena al caso. Aun así, la causa siguió adelante, impulsada por un juez cada vez más cuestionado. La Audiencia Provincial de Madrid ha anulado algunas de las imputaciones más endebles, como la del rector de la Complutense, y la Fiscalía ha criticado abiertamente la “desmesura” de algunas diligencias, como la incautación masiva de correos electrónicos de Gómez desde 2018.

Sin embargo, el juez Peinado no ha dado marcha atrás. Ha prorrogado la investigación hasta 2026 y continúa ampliando la instrucción pese a los recursos y a las advertencias de la Fiscalía. Y lo que empezó como una operación mediática, impulsada por grupos ultras y teorías conspirativas, ha terminado convertido en un caso judicial de alto voltaje que no solo afecta a la esposa del presidente, sino que pone en cuestión la independencia del poder judicial frente a la presión de la extrema derecha.

La paradoja final resume el absurdo del proceso: la Universidad Complutense de Madrid, que en 2023 defendió la trayectoria académica de Gómez, ha terminado personada como acusación particular en la misma causa, presionada por el entorno jurídico y mediático. Dos años después, los mismos argumentos que nacieron en un plató de televisión se ventilan en un juzgado. Un ejemplo de cómo los bulos pueden convertirse en autos judiciales, y de cómo la frontera entre la propaganda y la justicia puede desdibujarse peligrosamente cuando la política se sienta en el banquillo.

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