Llevo dando charlas de formación o divulgación en igualdad LGTB por toda la geografía española e incluso fuera de Europa desde hace casi una década. Tras formarme durante años y con la experiencia de activista ejerciente en Arcópoli, Bolo Bolo Castilla-La Mancha y FELGTB, no me resulta difícil. Una vez que pierdes el miedo escénico o el temor a que tengas en el público alguien que piense completamente diferente y trate de rebatirte, las formaciones van saliendo de forma sencilla, preparando materiales y diapositivas. Sin embargo, este martes 7 de marzo tuve mi mayor reto como formador: dar una formación en la ciudad en la que nací, en Talavera de la Reina.

Cuando me metí en el activismo LGTB tuve muy claro cuál era mi propósito y no ha cambiado un ápice en 15 años que llevo ejerciendo de manera voluntaria: que nadie pase por lo que yo pasé, por la soledad, por el miedo, por la angustia. Es cierto que los tiempos han cambiado, que la sociedad parece que se ha modernizado y que las instituciones no son las mismas que hace ya varias décadas. Sin embargo, las necesidades sociales siguen siendo muy similares y las formaciones que imparto van fuertemente unidas a mis vivencias personales.

Por eso cuando la concejala de Igualdad de Talavera me propuso dar una formación a todo el personal que podía tener relación con delitos de odio al colectivo LGTB, para mí fue una grandísima satisfacción, pero al mismo tiempo una responsabilidad y dotaba a la formación de una implicación emocional enorme. Tenía que formar a todo ese personal en el que yo tenía que haber confiado y que nunca hice. Mi objetivo con esa charla era convertir en aliados a quienes tienen la responsabilidad de apoyar, ayudar y socorrer a las víctimas de todo lo que en mis propias carnes yo mismo había pasado.

La responsabilidad es la misma, la dé en Terrassa o en Santa Cruz de Tenerife, pero la emotividad era completamente diferente al darla en la ciudad que me vio nacer, que me vio salir del armario y que me vio darme el primer beso a escondidas con un chico en un parque, mirando constantemente a los lados por si alguien nos veía. Tan nervioso que hasta aquel primer novio me tuvo que tranquilizar con que a esas horas no había absolutamente nadie allí. Pero el temor estaba ahí, incluso de que nos viera la policía y nos regañara o multara, desde mi total desconocimiento. Y de repente estaban en mi charla, de uniforme, los policías municipales de Talavera a los que tenía que transmitir justamente eso.

Me di cuenta de que en esa charla incluso probablemente iba a estar una de las personas que más me acosaban en el colegio. Tenía que mirarle a los ojos y explicarle, precisamente a él, lo más básico de igualdad, de cómo se siente una víctima, de la falta de confianza, de la angustia que le hace sentir el delito de odio, del contundente mensaje que recibe no solo esa propia víctima sino todo el colectivo vulnerable al que pertenece, cuando sufre esos insultos, humillaciones, empujones o golpes.

Era la vuelta completa al círculo de activismo LGTB: volver al mismo punto que me motivó dedicar mi tiempo libre a lo que considero más útil y eficaz, pero además directamente donde ojalá alguien hubiera estado en aquel momento y con las mismas instituciones que yo nunca creí que pudieran ser mis aliadas. Y el objetivo ahora era transformarlas en unas instituciones plenamente concienciadas que supieran cómo abordar el poder tratar a un niño como el que yo mismo fui. Eso me hizo que apenas pudiera dormir el martes por la noche, de los nervios de no fallar a aquel Rubencín de los ochenta convertido en un posible Rubén niño de 2018, con sus mismas necesidades, angustia y soledad, que ahora mismo exista en mi ciudad. Y para ello no basta solo con que las instituciones estén preparadas para ayudarle, sino que él mismo lo sepa y confíe en ello, que quizás aún hoy en día sea lo más complicado.

Finalmente llegó ese momento y a las 9:30 estaba en la sala esperando a que llegasen policías nacionales, municipales, guardia civil, la decana del colegio de abogados, psicólogas, trabajadores sociales, pedagogas, abogadas, Cruz Roja y más personal de toda la ciudad para una atención integral, toda esa inquietud se tornó en plena satisfacción de ver al personal con una formidable inquietud por aprender todo aquello que les podía explicar, de primera mano y sin tener que mirar ningún dato ni rincón en la Wikipedia.

Les hablé de igualdad, de delitos de odio, de víctimas, de prejuicios, de LGTBfobia… y según iba pasando el tiempo me iba sintiendo más realizado como activista, me sentía plenamente satisfecho de poder llegar a esos mismos protagonistas a hacerles comprender cómo una víctima en primera persona se siente y cuáles son los mejores caminos para poder tratar de ayudarla y hacerle saber todo lo que yo habría necesitado saber en mi niñez y adolescencia.  Pude hablar de cada centímetro de mi ciudad, de experiencias vividas, de miedos, de huidas disparado desde la puerta del colegio, de golpes, moratones y quemaduras ocultados a mi familia, amigos y profesores, de callejones por los que nunca pasar, del oscuro cruising, de la angustia al besarnos en el banco enfrente de mi casa, o por supuesto: de acoso, de ver palizas, y no solo de verlas. Todo personalizado.

Aun así, como les expliqué a todos ellos, jamás estás completamente seguro de si te van a aceptar al ser visible. Y me lo demostré a mí mismo poco después. La propia concejala de Igualdad me propuso ir a visitar a la que ahora es directora de mi colegio, que fue mi profesora de Física y Química y mi tutora en BUP. Llevaba casi 20 años sin pisar el colegio. Simplemente el olor ya me retrotrajo a un mundo que creía totalmente olvidado. El colegio apenas había cambiado y mi profesora de Física tampoco. Me senté en su despacho y de repente me di cuenta de que llevaba la pulsera arcoíris en la muñeca como siempre y me dio vergüenza que me la viera. En mi incomodidad, ya que es un colegio concertado católico, traté de taparla poniendo mi otra mano sobre esa mano, o poniendo el brazo bajo la mesa. No quería molestar allí. Estuvimos hablando de aquellos años de BUP, de las clases, de mis compañeros (mientras yo trataba de ocultar la pulsera con los puños de la camisa) y por último me ofrecí a dar charlas de divulgación de precisamente física y química, por mi profesión (trabajo como volcanólogo para el Gobierno) y ella estaba entusiasmada, aunque finalmente también me dijo con su cara sonriente que también le gustaría que diera charlas de orientación a adolescentes. Para mí fue una total liberación. Me di cuenta de todo lo que me estaba transmitiendo con esa frase. Y sinceramente, desde aquel momento no puedo dejar de pensar en poder hablar de igualdad y realidad LGTB precisamente en mi colegio, donde desperté a todos esos temores, y poder lanzar un mensaje de esperanza a aquellos adolescentes que lo puedan necesitar.

Fue un día increíble. Sigo emocionado dos días después. Escribo todo esto con lágrimas en los ojos, pero es que es una plena reconstrucción de tu autoestima. El activismo LGTB como cualquier otra lucha conlleva muchos sacrificios, pero el poder reparar tu dignidad dañada sintiéndote plenamente útil es una experiencia increíble. Os la recomiendo. Y, por cierto, ya tengo apalabradas varias formaciones más en Talavera.

* Rubén López es vocal de Delitos de Odio de Arcópoli