La chulería de uno ha arruinado la gloria de todos. Y de todas. Sobre todo de todas. Lo importante era haber ganado la Copa del Mundo de Fútbol Femenino, pero apenas hemos podido ver unos breves destellos de esa copa porque Luis Rubiales se apresuró a enterrarla ese mismo día bajo toneladas de estiércol. Su orgullo, su machismo y su soberbia se han impuesto por goleada a su patriotismo. Su amor a la patria acaba allí donde empieza su amor a sí mismo, y al ser este tan grande aquel queda necesariamente muy menguado.

Con el caso Rubiales ha vuelto a la actualidad una nueva y algo deslucida versión la vieja historia de las dos Españas, esta vez no con aires de tragedia sino más bien de ópera bufa. De comedia. De comedia del falangista Alfonso Paso, que todavía en los primeros compases de la Transición, recién muerto El Muerto, paseaba por los pabellones deportivos de aquella España naciente su facundia vagamente imperial y, ya en aquellos años, irremediablemente anacrónica. Paso había sido un autor de éxito durante la dictadura; su temprana muerte le salvó de contemplar el descrédito y la ruina que ya entonces acechaban a su teatro.

Luis Rubiales es un Alfonso Paso sin gracia ni talento: su patética intervención ante la asamblea de la Real Federación Española de Fútbol proclamando hasta cinco veces que no iba a dimitir recordó por un momento aquellos mítines fervorosamente franquistas del pobre Paso ante un público en apariencia numeroso, pues ciertamente abarrotaba los recintos atendiendo la llamada de Fuerza Nueva, pero luego las urnas certificaban que su número era estadísticamente insignificante. Eran pocos pero sabían hacer ruido y bulto. Como los que aplaudían a Rubiales en aquella asamblea. El tipo todavía no se ha enterado de que ni siquiera los que tanto lo aplaudieron volverán a votarlo jamás para cargo alguno. La España que él encarna está más acabada que el teatro de Paso.

Aun así y en contra de lo esperado por el Gobierno, considera el Tribunal Administrativo del Deporte que el acto de Rubiales es “grave”, pero no “muy grave”, por lo que el Consejo Superior de Deportes no podrá suspender al presidente de la Real Federación Española de Fútbol. La esperadísima sentencia ha sido un revés para el Ejecutivo y para el feminismo más severo e hiperventilado, pero tal vez no para la justicia, pues el dictamen de “muy grave” debe reservarse para injurias, ofensas o agresiones de mayor alcance que un beso abusivo y veloz.

Fernando Savater, en otro tiempo militante egregio de una España a la que hoy más bien parece combatir, con ingenio zumbón pero digno quizá de mejor causa lamentaba ayer en su filípica sabatina que “el morreo ilícito de Rubiales es ya el crimen más célebre desde que John Wilkes Booth disparó contra Lincoln”. Lo hiperbólico del sarcasmo no desautoriza completamente, sin embargo, lo acertado de su intuición. No anda del todo descaminado el escritor en su diagnóstico, pues, en efecto, el caso Rubiales por su beso robado a la futbolista Jenni Hermoso ha tomado proporciones gigantescas, pantagruélicas, ridículamente monstruosas, fuera de toda medida y proporción.

¿Cómo es posible que un simple beso, ya sea calificado de meramente impropio e indecoroso, ya de agresión sexual, lleve ya dos semanas ocupando espacios relevantes en los principales medios de comunicación del mundo entero? La razón, y Savater no parece haber caído en ella, no es el beso mismo sino más bien el hecho de que el presidente de la Federación Española de Fútbol, primero, no se disculpara en tiempo y forma y, segundo, decidiera no dimitir. De haberlo hecho, hace días que habría dejado de haber caso Rubiales y de que la Copa del Mundo permaneciera ahogada bajo ingentes ríos de tinta adversa. En realidad, el beso mismo es menos grave que la contumaz negativa de Rubiales a admitir no ya que lo era sino que podía haber violentado a Hermoso, aun habiendo dicho ella que así fue.

Para Rubiales -y para Vox- no pasó nada; para la jugadora pasó mucho y para el resto del mundo pasó todo. El beso robado se parece a esas pequeñas corruptelas cuyo inesperado descubrimiento le cuestan la carrera política a cualquier ministro de cualquier país… del norte de Europa. En aquellas latitudes el caso dura dos días porque el tipo en cuestión dimite de inmediato; en esta, dura ya dos semanas porque Rubiales no lo ha hecho. La decisión del reo de incumplir la sentencia unánime del tribunal de la opinión pública mundial es lo que lo ha convertido, como diría Savater, en un nuevo John Wilkes Booth.