El propio Mahatma Gandhi lo expresaba muy bien cuando decía que la espiritualidad es natural y universal, y no milita en ninguna religión. Lo fui descubriendo poco a poco, según iba creciendo y empecé a cuestionarme, por puro sentido común, algunas de las afirmaciones que me habían contado en la infancia como verdades absolutas; no me hacía mucha gracia el pensar, por ejemplo, que tras morir, mi futuro sería, o bien quemarme eternamente en el fuego, o bien, en el mejor de los casos, resucitar entre tropecientos mil millones de muertos y volver a vivir, en este caso eternamente, dándome de trompicones, codazos y pisotones con ellos, porque miles de generaciones de resucitados íbamos a ser demasiados para convivir en espacio tan pequeño para tanto zombi.

Tampoco veía muy de cajón que me hablaran de “bondad infinita” o de “perdón de los pecados” los mismos que me atemorizaban con el mencionado fuego eterno por nimiedades como llegar tarde a la misa, o por que se me escapara una cancioncilla en Semana Santa, o por que le cogiera a mi hermano prestado, a escondidas y sin su permiso (si se lo pedía era tarea perdida),  su madelman para que hiciera de novio de mi muñeca un rato. Y percibía grandes contradicciones, como la defensa de la pobreza, mientras era notoria la ostentación en sus ropajes, o como la alabanza exagerada del dolor y la pena, o como la negación de la imaginación, la libertad y la alegría, o como la insensibilidad ante el maltrato animal, mientras aducían como su principal lema la caridad y el amor.

A partir de esa época de dudas y cuestionamientos, ya pasada la adolescencia, empecé a encontrar otros cauces más afines a mi potencial espiritual, hasta entonces oculto y rezagado por la culpa, los dogmas y el miedo; y ello fue consecuencia de diversas reflexiones y algunas lecturas de libros de filosofía oriental y de sabiduría universal, que me abrieron los ojos a otros paradigmas que sí coincidían de pleno con las ideas que sobre el amor o la bondad bullían en mi interior.

Y descubrí que había otros pensamientos y postulados que consideraban lo espiritual como algo no ajeno, sino intrínseco a la vida, que consideran a todos los seres vivos igualmente dignos de amor, que la verdadera moral no va unida a ninguna militancia o creencia concreta, sino a una ética natural y universal que contempla la existencia como un todo del que todo y todos formamos parte; que lo espiritual tiene que ver con la libertad, con la vida, con la alegría, con la solidaridad y la tolerancia, y nada tiene que ver con el miedo, ni la culpa, ni la exclusión, ni la ignorancia ni la sumisión.

En Madrid Ana Botella ha llamado a los ciudadanos a hacer voluntariado en aquellos ámbitos de ayuda social que, por los recortes, se han quedado sin recursos y sin personal. En esta idea subyace, en esencia, el mismo concepto de caridad, la gran virtud teologal, en que se ha basado durante siglos la famosa “beneficencia”. Es decir, pretende suplantar los derechos sociales por ayuda desinteresada de ciudadanos voluntarios. Medievalismo en estado puro que induce a ignorar que los presupuestos para ayuda social no son una migaja de los “ricos” para con los “pobres”, sino recursos que salen de los bolsillos de los ciudadanos y de los contribuyentes, y que el Estado tiene la obligación de destinar a las personas y ámbitos vulnerables que lo requieran.

La alcaldesa de Madrid confunde, al parecer, derechos democráticos con beneficencia, ese modo obsceno de negar los derechos básicos de las personas mostrando una falsa filantropía. Y parece dejarse llevar por el concepto religioso, clasista y antidemocrático de la caridad, ignorando el sentido espiritual de otro concepto, que aunque parezca similar es antagónico: la solidaridad. La beneficencia es limosna; la solidaridad es derecho, fraternidad y sentido democrático. Por mi parte, y creo que por la de la mayoría de los ciudadanos, no quiero vivir en un país caritativo, sino en un país justo, democrático y solidario.

Coral Bravo es Doctora en Filología