Si algo supimos desde el principio del dichoso coronavirus, fue su predilección por las personas mayores. Con la insensibilidad que nos caracterizaba, procesábamos las noticias de las primeras muertes con un suspiro de resignación. Ah, vale, eran mayores.

Pues sí, eran mayores. Son mayores la mayoría de víctimas mortales, aunque no todas. Pero eso no les convierte en carne de cañón ni en un daño colateral. No es ley de vida. Lo sería que se marcharan cuando llegara su hora, sin las prisas de una despedida casi clandestina.

Personas que viven solas y dependen de tantas cosas que con una que falle se desmorona el edificio

Eran mayores, sí. Pero también son mayores nuestros padres, esa tía que nos crio, la maestra que tanto quisimos o esas personas que siempre han estado ahí. Ellos y ellas son mayores, pero… Un “pero” que dice todo.

Si de algo ha servido esta crisis es para alertarnos de la situación de nuestros mayores, una situación mucho más dramática de lo que una generación como la suya, con tanto a sus espaldas, hubiera merecido. Personas que viven solas y dependen de tantas cosas que con una que falle se desmorona el edificio. Otras, con una salud que les permitía hasta ahora vivir solas, que sobreviven mal sin el contacto humano. Me basta pensar en la cara de emoción de mi madre cuando ve a sus nietas por video llamada para hacerme una ligera idea de tanto sufrimiento, pese a que su situación es la mejor posible

Y, lo más trágico de todo, las residencias. Esas situaciones que están emergiendo a la luz después de tanto tiempo entre sombras. Falta de personal, falta de medios, falta de previsión, falta de plazas. Unas necesidades que, en esta situación, han marcado la frontera entre la vida y la muerte. Y la siguen marcando cada día, porque son el núcleo de las cifras de mortalidad.

Algo hemos hecho muy mal. Las sociedades antiguas veneraban a sus ancianos y los respetaban casi como a dioses. Ahora, en muchos casos, poco menos que se aparcan. Incluso hay algún gobierno que se permite reprocharle al nuestro haber “malgastado” sus recursos sanitarios en gente demasiado mayor.

Hablamos de una generación que ha vivido en muchos casos una guerra, en todos los casos una dura posguerra, y que han sido quienes han tirado de carro de la conciliación cuando ha hecho falta. Han criado hijos y nietos, hijas y nietas, han compartido su pensión cuando ha hecho falta y han estado siempre ahí.

Lo merecen todo. Y si de esta no lo hemos aprendido, es nuestra sociedad la que no merece nada. Al menos, nada de lo que nos han dado.