Estos días hemos visto imágenes que se quedarán para siempre en nuestra memoria. Hospitales atiborrados, profesionales al borde del colapso y situaciones límite por todas partes.

Por suerte, parece que lo peor ha pasado, al menos en términos epidemiológicos -o como se diga- porque, para quien ha perdido a un ser querido, lo peor todavía está pasando.

En todo este tiempo no he dejado de preguntarme qué habrá sido de esos otros enfermos y enfermas, esas personas que ya sufrían antes de que sufrimiento se volviera un sentimiento colectivo.

Por un lado, qué pensarían aquellos a quienes se les suspendieron consultas concertadas y operaciones programadas, simplemente porque otros casos más urgentes necesitaban la consulta, el quirófano o el médico que iba a atenderles. Qué sensación de importancia debe dar pensar que lo suyo no es importante.

Y, por otro lado, están quienes no vieron suspenderse sus consultas o sus tratamientos. También hay que ponerse en la piel de alguien a quien consideran tan enfermo que ni una pandemia puede demorar su atención.

Tal vez ni una cosa ni otra sean lo peor. Porque quizás lo peor de todo es como se refieren a ellos, como si fueran un mal colateral, previsible y por eso menos doloroso. Si enferman, es porque era inevitable que lo hicieran, con ese constante contacto con hospitales. Si mueren, es porque eran vulnerables, no porque el virus sea un maldito demonio que se los llevó por delante

Incluso han dado lugar a su propio eufemismo: “murió con coronavirus”, no “de coronavirus”. Pocas veces una preposición tuvo tanta intención, o, mejor dicho, tan mala intención. La intención de minimizar, de quitar importancia. Como si sus muertes dolieran menos.

Lo bien cierto es que esas personas son vulnerables al virus, y eso hace que debamos protegerles más, y mejor. Quienes murieron puede que fueran más vulnerables, pero lo cierto es que sin esta pandemia aún estarían junto a las personas que hoy les lloran.

Todos los muertos duelen, y duelen mucho. Y duele más todavía que alguien se refiera a su fallecimiento con un “pero”. Murió, pero tenía cáncer. Murió, pero tenía asma. Murió, pero padecía del corazón. Murió, pero era muy mayor. Y dan ganas de morirse de pena solo de oírlo. O más bien, de rabia.

Ahora que parece que la dichosa curva se amolda a la forma de la esperanza, recordemos que hay más personas que sufren además de las que sufren por culpa de este virus. O que, incluso, sufren por ambas cosas.

Que sepan que aquí estamos.