A partir de la filtración de millones de documentos comprometedores de 14 despachos de abogados, medios de un centenar de países pusieron a trabajar a toda máquina esa suerte de multinacional de la verdad que es el Consorcio Internacional de Periodistas, cuyas investigaciones han puesto en aprietos a unas decenas de grandes defraudadores.

Pero no nos ilusionemos demasiado. Los telediarios son engañosos: sin la intervención de la política, el buen trabajo del Consorcio servirá de poco. En realidad, de casi nada.

La avaricia y otros pecados

No es la codicia lo que los hace ricos, sino que es la riqueza la que los hace codiciosos. Muchos ricos alcanzan la riqueza por méritos propios, no por ser personas codiciosas, pero el mucho dinero amasado acaba inoculando en ellos el virus insaciable de la codicia.

Como la envidia, la lujuria o la gula, la avaricia se caracteriza por un deseo incontenible, pero ninguno de aquellos es un pecado político: en cambio, cuando lo cometen los ricos y muy ricos el pecado de la avaricia tiene un alcance social y presupuestario muy importante y relativamente fácil de cuantificar.

La avaricia es una enfermedad incurable como tal enfermedad, pero cabe amortiguar sus deletéreos efectos sociales con la triple vacuna de: un sistema impositivo nacional inspirado en la justicia redistributiva sin excluir la prisión; una legislación internacional comprometida con la equidad y la transparencia; y una policía fiscal lo bastante bien equipada y competente como para inspirar inquietud en los bufetes de abogados y pánico en sus clientes millonarios.

Una guerra cultural

Ciertamente, los alegatos genéricos contra la codicia están bien para una homilía pero son políticamente inoperantes. Aunque en hombres y mujeres el gen ya viene de fábrica, la codicia solo se activa y se convierte en peligrosa cuando se dan determinadas condiciones ambientales, tanto económicas y políticas como culturales.

Sobre todo culturales. Recordemos que la izquierda ha ganado muchas batallas culturales muy importantes –como la de la violencia de género– que han mejorado significativamente la vida de mucha gente y que ahora la ultraderecha intenta revertir en todo el mundo, pero esa misma izquierda ha perdido la batalla fiscal: los pobres no ven con malos ojos que los ricos paguen poco.

La batalla cultural de los impuestos, que desde hace décadas están ganando los ricos despiertos con la connivencia de los pobres dormidos, la habrán ganado verdaderamente estos últimos el día en que, por ejemplo, el público de los estadios abuchee indignado al futbolista del que acaba de saberse que escondía sus millones en un paraíso fiscal.

El tenor Plácido Domingo ha pagado un precio nada desdeñable tras descubrirse que había acosado sexualmente a decenas de mujeres aprovechándose de su estatus de divo. Los futbolistas Mascherano o Di María, los entrenadores Pochettino o Guardiola o los cantantes Shakira o Julio Iglesias apenas pagarán ninguno, pese a haberse constatado que ocultaban su dinero a la Hacienda española para no ahorrarse impuestos.

Somos los mejores

Pero también en esto del fraude fiscal la indignación va por barrios. Un intelectual, un cantautor, un periodista o un presentador de izquierdas se ganarían el desprecio de su público si este descubriera que no pagaban los impuestos que les corresponden.

Un intelectual, un periodista o un presentador de derechas sí podrían seguir haciendo su vida y su trabajo como si tal cosa: sus seguidores los disculparían porque en el espectro conservador siempre se ha sido muy indulgente con el pecado de la avaricia.

Es poco probable que los Papeles de Pandora les quiten el sueño a los defraudadores señalados por ellos. Con la lucidez que no supo aplicar a su propia vida, Scott Fitzgerald escribió que “en lo más profundo de sus corazones, [los millonarios] creen que son mejores que nosotros… Incluso cuando entran en nuestro mundo o caen más bajo que nosotros, siguen pensando que son mejores”.

Y bien, pronunciada la homilía y publicados los Pandora Papers, ¿ahora qué? Dicho con la zafiedad y el hartazgo que la ocasión requiere: tras el escándalo planetario de los papeles de Panamá, el de los Papeles de Pandora también quedará en nada si la política no mueve el culo. Y no lo está moviendo.

En cosas como esta se fundamenta el descrédito actual de la política: en que no logra articular iniciativas que den continuidad institucional, legislativa o cultural a las revelaciones del periodismo.

El periodismo sí es capaz de provocar violentas tormentas pero son casi siempre tormentas de verano porque la política no ha creado el sistema de embalses y canales para almacenar el agua, encauzarla y regar con ella la tierra baldía hoy en manos de las grandes bandas internacionales de forajidos fiscales.