Lo que estamos presenciando en Gaza no es una cuestión semántica. No admite eufemismos ni rodeos: es un genocidio con mayúsculas. La RAE define el genocidio como el exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad. La evidencia es incontestable.
Decenas de miles de muertos, 65.000 según cifras oficiosas, que podrían ser 650.000 según la relatora de Naciones Unidas, una población atrapada sin posibilidad de huir, hospitales arrasados, niños muriendo de hambre -vamos por 19.000-, dos millones de desplazados, y una maquinaria militar que a su paso reduce a polvo barrios enteros.
No. Esto no es una guerra, como intenta justificar Israel. Esto es el exterminio sistemático de un pueblo reducido a escombros, y condenado al hambre y el silencio ante la pasividad de la comunidad internacional. Aquí no hay dos bandos en lucha. Aquí unos matan y otros mueren.
Con lo que está haciendo en Gaza, Israel ha perdido toda la razón que pudiera haber tenido para defenderse de Hamás. El derecho a la legítima defensa nunca puede convertirse en derecho a la venganza indiscriminada y, mucho menos, en una barra libre para el exterminio, la aniquilación y la masacre que se está cometiendo.
Un Estado que bombardea hospitales, que mata sin miramientos a decenas de miles de civiles, que condena a niños a morir de hambre y sed, no se está defendiendo: está perpetrando un crimen de dimensiones históricas. Con cada bomba que Israel tira sobre Gaza, no está destruyendo a Hamás, sino que está dinamitando su propia legitimidad moral y política ante su pueblo y ante el mundo.
La paradoja histórica es insoportable: el pueblo judío, víctima del Holocausto, convertido en verdugo de otro pueblo al que niega incluso el derecho a existir. El Gobierno de Netanyahu está repitiendo hoy contra los palestinos, las lógicas del exterminio nazi que ayer sufrió en sus carnes el pueblo judío. Está llevando a cabo su particular solución final, que en su día idearon las SS de Heinrich Himmler para “solucionar” el “problema judío”.
Las imágenes hablan por sí solas: Gaza arde. No hay agua, no hay medicinas, no hay pan. No hay nada. Solo balas mientras la población acude a las colas del hambre. Solo lágrimas, dolor y desesperación. Naciones Unidas constata una hambruna sin precedentes, pero las bombas no se detienen. Ni una pizca de piedad. ¡Que mueran todos! Es lo que se escucha a los rabinos más extremistas que llaman, explícitamente en nombre de la Torá, a exterminar mujeres, hombres y niños palestinos, sin distinción. Es la verbalización de un proyecto genocida que no se oculta, y que ya no se disfraza: un pueblo entero condenado a desaparecer.
Y todavía hay quien ampara esta salvajada y discute que estamos ante un genocidio de manual. Unos, para poner su resort vacacional, y otros, como nuestra derecha patria, por intereses políticos, electorales e ideológicos que convierten a Gaza en un simple instrumento de su guerra cultural interna porque, a los palestinos, les han negado su condición de seres humanos.
No estaría de más que, desde los púlpitos de las iglesias católicas, le recordaran a esta “gente de bien”, de misa diaria, que los palestinos también son el prójimo.
Ante este escenario dantesco, la comunidad internacional, salvo honrosas excepciones como la de España, calla o se limita a emitir comunicados vacíos. Hoy vemos cómo el reconocimiento del Estado palestino se extiende en la Asamblea General de la ONU en Nueva York, y países como Reino Unido, Australia, Canadá o Portugal se suman a él. Algo que España hizo hace ya casi año y medio de la mano de Pedro Sánchez. Si, Sánchez. Uno de los pocos, por no decir el único, que salva la dignidad de la vieja Europa.
Y, aun así, Occidente, tan rápido en dar lecciones de derechos humanos a otros, muestra su rostro más hipócrita cuando se trata de Israel. Europa mira hacia otro lado y ha perdido su alma, como denunciaba acertadamente Josep Borrell hace unos días. Estados Unidos arma y protege. Y, en España, la derecha no solo calla: justifica, legitima y blanquea a un Estado que comete crímenes en directo contra la humanidad y ante los ojos del mundo entero.
El silencio, la complicidad y la equidistancia son también crímenes. El exterminio del pueblo palestino no será olvidado, y quienes hoy lo justifican, quedarán marcados por la historia como cómplices de esta barbarie.
Gaza arde mientras entre sus ruinas sobrevive la miseria moral de quienes cometen, amparan y blanquean esta atrocidad. Gaza arde, y con ella arde también lo que quedaba de humanidad en este mundo.