Si estuviéramos en los años treinta, estaríamos al borde de otra guerra civil. Las decenas de miles de españoles, mayormente madrileños y muy madrileños, que ayer se manifestaron encendidos como antorchas insomnes en la plaza de Cibeles están en guerra civil con el Gobierno antiespañol de España. Cibeles fue ayer el antiguo callejón del Gato con su doble espejo cóncavo y convexo donde los manifestantes veían reflejada hasta en su más nimios detalles una España que solo existe en sus espejos. 

Es la España tremenda y espectral que describía sucintamente Fernando Savater en su último artículo en El País, que titulaba ‘A Cibeles’ y concluía con un escalofriante –viniendo de quien venía– ‘vamos a Cibeles’. Escribía Savater con tinta espesa y brocha gorda: “Y si el Gobierno, sin llevarlo en su programa, suprime los delitos de quienes pretenden despedazar la nación para congraciarse con ellos, encumbra a los herederos del rentable terrorismo, aprueba leyes contra la igualdad penal de ambos sexos o contra las evidencias biológicas, formatea una memoria única del pasado y convierte los más altos tribunales en un coro de muñidores a su servicio…”. 

El eximio ciudadano y extravagante articulista se nos ha ido a vivir al callejón del Gato. Por sus indignaciones les conoceréis. Al filósofo le indignan las mismas cosas que a Vox. Este Savater ya no podría escribir un artículo contra la extrema derecha; en realidad, ni siquiera contra la derecha: toda su rebeldía política, toda su indignación civil, todo su espíritu crítico están hoy obsesivamente concentrados en Pedro Sánchez. Percibe Savater al presidente como un ser grotescamente deforme, tanto que no logra entender cómo puede haber tantos españoles que sigan todavía confiando en él. Por todos los dioses, ¿acaso están ciegos?

Por el contrario, las decenas de miles de patriotas torrenciales que ayer se concentraron en Cibeles no están ciegos. Todo lo contrario: no ven poco, ven demasiado. Lo perciben todo monstruosamente agrandado. Observan la realidad con cristales de aumento, convencidos de que es tal cual les llega a la retina. 

La tragedia de todo esto es que también ellos, los de Cibeles, están convencidos de que quienes todavía simpatizan con Pedro Sánchez y ¡hasta pretenden votarlo de nuevo! habitan igualmente en el callejón del Gato. Ambas Españas están perplejas: no pueden entender cómo es posible que la otra no vea lo que para ella es indubitablemente palpable, real e indiscutible.

Dicen la una: “¿Pero cómo no veis que Sánchez es un golpista y un dictador? ¡Por todos los santos!, ¿pero es que no os dais cuenta de que, como explicamos en nuestro manifiesto, tiene “un plan de mutación constitucional oculto, acordado con los representantes del populismo totalitario, los nacionalismos secesionistas y los herederos del discurso del terror de ETA”?

Dicen otros: “¿Pero es que no veis los logros económicos y los avances sociales del Gobierno? ¿Por qué no veis la pacificación de Cataluña, el aumento del empleo estable, la mejora del SMI, la introducción del Ingreso Mínimo Vital, la subida nunca vista de las pensiones, la inflación más baja de Europa, las bondades de la excepción ibérica del mercado energético?”.

No es que unos digan unas cosas y otros repliquen otras. Es que lo que dicen unos, a los otros les importa un bledo. No ya el entendimiento, es el diálogo mismo lo que se ha hecho imposible, como si cada grupo habitara en su propio callejón del Gato pero convencido de que quien ve la realidad deformada es el otro.

No hay intercambio de pareceres, como esas dos vecinas ya entradas en años que parecen estar conversando entre ellas, pero en realidad cada una lo hace únicamente consigo misma: una habla de su infección de orina y la otra le contesta que es una vergüenza lo sucio que está su barrio; una relata con todo detalle su visita al centro de salud y la otra se explaya sobre lo mal que la trata su yerno. Y así pueden tirarse horas. 

En el caso de las Españas, no nos tiramos horas sino días, meses, años incluso. Las elecciones determinarán no cuál es la España verdadera, que a esa no la conoce nadie, sino cuál de los dos callejones tiene más adeptos. Si gana derecha, el callejón del Gato abandonará discretamente la política para regresar a la literatura de la que nunca debió salir; si vuelve a ganar la izquierda, las fábricas de espejos cóncavos y convexos no darán abasto.