“España está podrida en sus cimientos y las órdenes del rey de ir a por todos nosotros siguen intactas” (Carles Puigdemont esta semana, tras conocerse la condena a cuatro años de cárcel de la Audiencia de Barcelona al exconseller Miquel Buch). “[Nuestro partido] cobra por adelantado; no aflojaremos, no nos van a temblar las piernas” (Miriam Nogueras, portavoz de Junts en el Congreso). Las fantasías del primero (¿en qué mundo vive quien cree que el rey de una monarquía parlamentaria universalmente reconocida da órdenes al Gobierno y a la justicia?) y las fanfarronadas de la segunda sugieren que las negociaciones para la investidura de Pedro Sánchez serán a cara de perro, aunque está por ver de qué clase de perro, si ladrador y poco mordedor o al revés.

Puigdemont es pura nitroglicerina. Su grupete parlamentario es un frasquito con el que Pedro Sánchez pretende dinamitar los obstáculos que le separan de la investidura, pero un despiste, un descuido, un leve estornudo mientras sostiene el preciado y peligrosísimo compuesto orgánico puede hacerlo volar por los aires, a él y tal vez a su partido. En ese escenario, el PP tiene claro su papel: poner nervioso al presidente para que le tiemble el pulso o, llegado el caso, intentar alguna zancadilla que le haga tropezar.

¿Explosiones controladas?

Aprendiz acelerado de ingeniero de minas, Sánchez encara una negociación que deberá contener una serie milimétricamente ejecutada de explosiones de efecto limitado, como las que practican los dinamiteros encargados de volar una porción muy precisa y limitada de terreno rocoso para abrir el paso a una carretera: una medición imprecisa, unos gramos más de la dinamita estrictamente necesaria y toda la ladera puede venirse abajo. Una palabra inapropiada, un gesto demasiado complaciente, una bravuconería fuera de lugar, un perdón sin suficientes garantías… y todo puede venirse abajo.

La derecha conoce bien las contraindicaciones del producto, tremendamente inestable, que manipula Sánchez. Por eso no cesa de airearlas, tanto para asustar a la población como para dividir a la propia dirigencia de un Partido Socialista que, por otro lado, está por ahora desaparecido en la conversación nacional sobre la investidura. Quien hoy implora que se pronuncie la militancia del PSOE es el PP: ¡que hablen las bases! El clamor no es nuevo: todos los partidos son firmes partidarios de la democracia interna… de los otros partidos.

Si la nitroglicerina química se compone de ácido nítrico concentrado y glicerina, la nitroglicerina política de fabricación catalana con unas gotitas euskaldunas se compone fundamentalmente de amnistía y autodeterminación, aunque la primera en proporciones por ahora mucho mayores que la segunda. Tanto Esquerra como Junts saben que la autodeterminación debe esperar, no hay más remedio; Esquerra ya se lo ha explicado más o menos a su gente; Puigdemont todavía no se ha atrevido a hacerlo.

¿La amnistía, arma de destrucción masiva?

Mientras, a este lado del Ebro todo son proclamas preventivas. Para toda la derecha y para una parte del Partido Socialista, con Felipe González y Alfonso Guerra a la cabeza, la amnistía es un arma de destrucción masiva, aunque está por ver si es como aquellas que los invasores de Iraq aseguraban que tenía Sadam Husein, cuyo país el sumo sacerdote George W. Bush y sus monaguillos europeos Tony Blair y José María Aznar decidieron reventar en teoría para impedir que las usara, o si se trata, como sus promotores aseguran, de una bomba atómica capaz de incendiar la Constitución, arrasar la Transición y hasta acabar con España misma. De esta opinión, la de que Sánchez destruirá España si pacta con Puigdemont, es José María Aznar, si bien su currículum como experto en armas de destrucción masiva deja bastante que desear.

Se atribuye al emperador Diocleciano la sentencia de que “nada es tan difícil como gobernar bien”. En esta hora de España diríamos que nada es tan difícil como amnistiar bien. Obviamente, no puede haber una amnistía como la del 77 porque aquella estaba pensada para borrar los delitos cometidos contra un régimen dictatorial cuya única y dudosa legitimidad era haber ganado la guerra civil que quienes lo detentaban habían provocado. No sería una amnistía para decir a los amnistiados: ‘No habéis hecho nada’, sino justamente para todo lo contrario, para decirles: ‘Todo lo que habéis hecho puede ser perdonado y olvidado si existe el compromiso de restaurar la concordia y no volver a hacerlo’. La singularidad del conflicto catalán es que en él todos somos perdedores, tanto quienes creen estar ganando como quienes temen haber perdido.

La idea de que una amnistía cancelaría la Transición desacreditándola sin remedio es sugerente pero poco realista. Dependerá de cómo se conciba, cómo se redacte, cómo se materialice y qué compromisos entrañe. Ni siquiera la del 77 canceló o desacreditó realmente el franquismo, como demuestra la presencia de Vox en el Congreso merced a sus tres millones de votantes procedentes en su inmensa mayoría del Partido Popular; de hecho, todavía hoy para una buena parte de los votantes del PP el franquismo no fue lo que la amnistía del 77 dice que fue, sino más bien una etapa histórica, como cualquier otra, con “sus cosas buenas y sus cosas malas”. Una amnistía borra los delitos, pero no la historia. El problema, en todo caso, no serían los más de 1.400 imputados del 'procés'; el problema sería, cómo no, Carles Puigdemont. Pura nitroglicerina.