El verdadero cambio de ciclo de la política española no es que ahora gobierne la derecha, sino que a un torero lo hagan consejero de Cultura. El Partido Popular arrebató ayer decenas de alcaldías al Partido Socialista en alianza con Vox y tras las elecciones generales del 23 de julio hará lo mismo en varias comunidades autónomas. ¿Lograrán Pedro Sánchez y Yolanda Díaz preservar el Gobierno de España del tsunami conservador? Tienen por delante solo un mes y cinco días para convencer a la España moderna de que acuda en masa a las urnas para frenar a la España antimoderna.

En solitario, el PP es para muchas personas un partido inquietante pero no peligroso, al votante de izquierdas le provoca fastidio, contrariedad o desazón pero no miedo. Sin embargo, en compañía de Vox puede convertirse en un arma letal para el engranaje democrático y la salud moral del Estado. En la Generalitat de Valencia ha entrado un torero porque un maltratador se ha quedado fuera por el rechazo del PP, aunque queda la duda de si Feijóo se plantó por imperativo ético o por temor electoral, por el bochorno de perder la decencia o por el miedo a perder los votos que pueden convertirlo en presidente el 23-J. Si el PP ha hecho consejero de Cultura a un torero, ¿por qué no habría de hacer ministro de Medio Ambiente a un fresero de Huelva o ministro de Ciencia a un vendemotos del más allá como Iker Jiménez?

Judíos y gentiles

Ciertamente, a la derecha siempre le ha costado encontrar en el mundo de la cultura nombres de lustre que simpaticen con su causa. Sus bulos, ataques y menosprecios al cine español provienen de esa impotencia, de ese complejo de inferioridad cultural que a su vez está conectado con el bien conocido complejo de inferioridad moral con respecto a la izquierda, pues no en vano esta proclama como San Pablo que judíos y gentiles somos todos iguales mientras que la derecha, aunque posa de cristiana, mantiene que los ricos son mejores que los pobres y obra en consecuencia, no legislando directamente contra los pobres sino haciéndolo a favor de los ricos, en el convencimiento de que tales leyes los harán más ricos y los pobres podrán beneficiarse de la obscena prosperidad de aquellos.

Valencia y Andalucía no son dos monedas distintas, sino las dos caras de la misma. No es que el presidente andaluz Juan Manuel Moreno no pactara con Vox por ser un político moderado, sino que es un político moderado porque no ha pactado con Vox. Moreno puede presumir de moderado porque no ha tenido necesidad pactar con Vox para gobernar. Es moderado por necesidad, no por virtud. Su sincera o impostada, real o supuesta moderación se debe a que el 22 de junio de 2022 logró una contundente mayoría absoluta que le permitió prescindir de los ultras; al no ser un hombre de convicciones ideológicas inflexibles, de haber tenido lugar hace un año en Andalucía los resultados que hubo el 28 de mayo en la Comunidad Valenciana, Moreno habría seguido sin duda los pasos de Carlos Mazón y quién sabe, el vicepresidente de la Junta y consejero de Cultura habría podido ser hoy, pongamos por caso, el cantante de tonadillas José Manuel Soto, vanguardia cultural de la ultraderecha en los predios de la baja Andalucía.

El toreo es un arte

La moderación de Moreno consistiría en que él, al contrario que su homólogo Mazón, no se habría atrevido a hacer consejero de Cultura a un torero. Mas también hay que decir en descargo del presidente andaluz que la actual mayoría absoluta que le permite ejercer de moderado fue posible precisamente por haber practicado durante el primer mandato una cierta moderación que su alianza parlamentaria con Vox no logró socavar. Los de Abascal acabaron la legislatura convencidos de haber hecho el canelo invistiendo presidente a un tipo que se pasó casi toda la legislatura toreándolos, aunque muy bien asistido en la faena, eso sí, por su mozo de espadas Elías Bendodo, el Niño de la Malagueta.

Ahora bien, a cada uno lo suyo. Valencia no puede competir con Andalucía en el sublime aunque algo sangriento arte de Cúchares. Donde se ponga un Morante de la Puebla o un Francisco Rivera Ordóñez que se quite el pobre Vicente Barrera. En la Historia Nacional del Toreo, el nombre de los dos primeros se escribe con letras de neón de color sangre cuyo fulgor se divisa desde cualquier punto de la piel de toro por muy alejado que esté de la Maestranza de Sevilla, mientras que el del flamante vicepresidente de la Generalitat es apenas una velita tililando en alguna modesta ermita de la serranía valenciana. En el toreo, hay clases y clases. Como las hay en la vida. Y no digamos en la política.