Hay historias que retratan con precisión la deriva moral de una sociedad. La de los vecinos de la Fundación Fusara, dependiente del Arzobispado de Madrid, es una de ellas. Casi doscientas familias madrileñas viven desde hace años con la angustia de perder su hogar por una operación que no debería haberse firmado nunca: la venta, a una sociedad privada, de catorce edificios que fueron donados con fines benéficos y gestionados durante décadas bajo el compromiso de servir al bien común.

La Fundación Santamarca y San Ramón y San Antonio (Fusara) nació bajo tutela de la Iglesia con un propósito claro: destinar su patrimonio a la atención y educación de niños y jóvenes sin recursos. No fue una fundación especulativa, sino caritativa. Los pisos que hoy están en disputa no eran una inversión, sino una herencia moral: viviendas que generaban rentas modestas para sostener la obra social que los fundadores imaginaron.

Sin embargo, en 2019, el patronato de Fusara, presidido por el Cardenal Arzobispo de Madrid, decidió vender esos catorce edificios por 64 millones de euros, un precio muy por debajo de su valor real. La operación fue paralizada por la justicia tras la denuncia de los inquilinos, que detectaron irregularidades, quedando en suspenso la venta de los edificios por las medidas cautelares establecidas por el juez. Ahora, un nuevo acuerdo extrajudicial entre la fundación y la empresa compradora, Tapiamar, eleva el importe a 99 millones, un precio pactado que sigue siendo muy inferior al valor de mercado estimado de esos inmuebles, pero mantiene intacta la injusticia: la venta de un patrimonio social para beneficio privado a los compradores imputados en la causa que, a día de hoy, sigue abierta en los tribunales.

Mientras se renegocian cifras y se firman documentos, los vecinos reciben avisos de rescisión de contratos y desahucio. Algunos llevan más de cuarenta años viviendo en esos pisos, pagando religiosamente un alquiler asequible. Otros son mayores que incluso han nacido en ellos y no tienen otra alternativa. Todos comparten la sensación de haber sido traicionados: primero por la fundación, luego por el Arzobispado de Madrid, que ha decidido retirarse de la causa judicial contra los compradores y las dieciocho entidades jurídicas que intervienen en la operación y no ejercer acción alguna para revertir el daño.

Lo que está en juego no es solo el futuro de unas viviendas. Es el sentido del bien común. Cuando una fundación religiosa se desprende de bienes que le fueron donados para servir a los pobres, está negando su propia razón de ser. Y cuando todos los organismos y entidades que han intervenido en este proceso miran hacia otro lado, se convierten en cómplices de la especulación.

El caso Fusara interpela directamente a la conciencia colectiva. No es admisible que un patrimonio concebido para el servicio social acabe en manos de un laberinto de sociedades inmobiliarias. No es admisible que los fines benéficos se manipulen para justificar una operación de casi cien millones de euros. No es admisible que quienes deberían ser custodios del bien ajeno se conviertan en vendedores del mismo.

La Ley de Fundaciones es clara: los bienes donados no pueden enajenarse si se pone en riesgo el cumplimiento de los fines fundacionales. Aquí ese riesgo no solo existe: se ha consumado. Por eso, la Fiscalía debería actuar, la Justicia investigar con profundidad y las administraciones exigir responsabilidades, en particular la Comunidad de Madrid a través del Protectorado de Fundaciones, órgano que entre otras funciones tiene la de “velar por el efectivo cumplimiento de los fines fundacionales de acuerdo con la voluntad del fundador y teniendo en cuenta la consecución del interés general”.

Pero más allá de lo legal, está lo ético. Las viviendas de Fusara fueron donadas para proteger a los vulnerables. Hoy, quienes viven en ellas se enfrentan a un desahucio inminente. Es difícil imaginar una contradicción más flagrante entre el espíritu de la caridad cristiana y la práctica de una fundación que se proclama social mientras entrega su patrimonio al mercado de los fondos de inversión.

Fusara no es solo un caso judicial, sino un símbolo de lo que ocurre cuando el bien común se privatiza, cuando la vivienda no es para la vida de los ciudadanos y la solidaridad se convierte en retórica vacía. Los vecinos no están pidiendo caridad, sino justicia. No reclaman privilegios, sino el cumplimiento de una voluntad que debería ser sagrada.

Todavía estamos a tiempo de corregir este despropósito. Pero para ello hace falta algo más que comunicados: hace falta responsabilidad, coraje y decencia. Porque, de consumarse la venta de las edificaciones, cada desahucio en Fusara no será solo el fin de un contrato que determina la vida de una familia, sino la confirmación de un fracaso colectivo.

Diego Cruz Torrijos