La relación entre el Partido Popular y Vox atraviesa desde hace meses una etapa de tensiones recurrentes, marcada por la desconfianza mutua y los reproches cruzados, pese a que ambos partidos comparten espacio electoral y objetivos de poder. Esta convivencia incómoda dentro del bloque de derechas se ha vuelto a evidenciar tras las últimas críticas de Isabel Díaz Ayuso a la formación de ultraderecha, a la que ha acusado de actuar como una suerte de muleta de la izquierda para hacer una “pinza” contra su Gobierno.
Las quejas de la presidenta madrileña se produjeron en el marco de un nuevo choque parlamentario en la Asamblea de Madrid, donde Vox ha mantenido posiciones críticas con el Ejecutivo regional en iniciativas impulsadas por el Partido Popular. Ayuso reprochó a la formación que lidera Santiago Abascal que utilice un discurso y una estrategia que, a su juicio, benefician indirectamente a la izquierda y debilitan al bloque conservador en su conjunto. Pero la crítica también se enmarca en una percepción más amplia de la presidenta, que considera que durante esta legislatura se ha acentuado un clima de confrontación generalizada en su contra, un “todos contra Ayuso” que, según su relato, trasciende a la oposición de izquierdas e incluye ahora a Vox.
Un mensaje que va más allá del rifirrafe coyuntural y que refleja un malestar acumulado en el seno del PP madrileño, donde este tipo de reproches hacia Vox se vienen produciendo desde hace tiempo, tanto de puertas para dentro —en conversaciones internas y debates estratégicos— como de puertas para fuera, a través de declaraciones públicas cada vez menos contenidas.
La evolución de las relaciones entre Ayuso y Vox ha sido irregular desde la irrupción del partido ultraderechista en las instituciones. Tras las elecciones autonómicas de 2019, Vox se convirtió en un apoyo clave para la investidura de la dirigente popular, aunque sin entrar formalmente en el Gobierno regional. Durante la legislatura, la presidenta mantuvo una estrategia de distanciamiento retórico, combinada con acuerdos puntuales para sacar adelante presupuestos y medidas clave. Esa relación pragmática permitió a Ayuso consolidar su liderazgo político, pero nunca estuvo exenta de fricciones.
El punto de inflexión llegó tras la mayoría absoluta lograda por el PP en Madrid en 2021, que liberó a Ayuso de la dependencia directa de Vox en su comunidad. Desde entonces, la presidenta ha endurecido progresivamente su discurso contra la ultraderecha, marcando perfil propio y tratando de presentarse como una referencia del centro-derecha capaz de atraer votantes más allá del electorado conservador tradicional. Vox, por su parte, ha respondido elevando el tono crítico y acusando al PP de asumir postulados “globalistas” o de moderarse en exceso.
Este deterioro de las relaciones no es exclusivo de Madrid. En otros territorios, la convivencia entre PP y Vox ha estado marcada por una lógica similar: pactos necesarios para gobernar combinados con una competición permanente por el liderazgo del espacio de la derecha. En comunidades y ayuntamientos donde ambos partidos gobiernan en coalición o mediante acuerdos de investidura, los desencuentros han sido frecuentes, especialmente en cuestiones ideológicas sensibles como la inmigración, las políticas de igualdad o la memoria democrática.
Los que se pelean se necesitan
Las críticas de Ayuso se producen, además, en un contexto político en el que la aritmética parlamentaria que dibujan la mayoría de las encuestas apunta a un escenario claro: allí donde la derecha aspire a gobernar, los pactos entre PP y Vox serán difíciles de evitar. Tanto a nivel estatal como autonómico y municipal, la fragmentación del voto conservador hace improbable que el PP pueda alcanzar mayorías suficientes en solitario, lo que convierte a Vox en un socio casi imprescindible para desalojar a la izquierda del poder o mantener gobiernos ya existentes.
Esta realidad introduce una contradicción de fondo en el discurso del PP. Por un lado, dirigentes como Ayuso endurecen su retórica contra Vox y cuestionan su papel dentro del bloque conservador; por otro, las necesidades parlamentarias empujan al partido a normalizar acuerdos con la ultraderecha como parte de su estrategia de gobierno. Una normalización que no está exenta de riesgos, tanto desde el punto de vista político como institucional.
Entre esos riesgos se encuentra el desplazamiento del debate público hacia posiciones más extremas y la asunción, explícita o implícita, de marcos ideológicos promovidos por Vox. La experiencia de los gobiernos de coalición o de apoyo parlamentario ha mostrado cómo determinadas exigencias de la ultraderecha han condicionado agendas legislativas, discursos oficiales y políticas públicas, generando tensiones internas en el PP y críticas desde sectores moderados de su electorado.
El choque entre ambas formaciones anticipa un escenario complejo de cara al futuro. Si las encuestas se confirman, PP y Vox estarán condenados a entenderse en múltiples niveles de la administración, aunque lo hagan desde la desconfianza y el enfrentamiento discursivo. La gestión de esa relación, marcada por la necesidad de pactos y por el temor a los costes de normalizar alianzas con la ultraderecha, será uno de los principales retos políticos para la derecha española en los próximos años.