Han pasado ya diecinueve largos años pero el recuerdo del asesinato de Ernest Lluch viene a menudo a mi memoria. El pasado jueves conmemoramos, como cada año, aquella muestra criminal del terrorismo etarra. Cada 21-N no puedo dejar de recordar tantas y tantas cosas que viví con Ernest Lluch, desde que le conocí como un joven atleta en el Club de Natación Barcelona, hasta muy pocas semanas antes de su asesinato, cuando me llamó para interesarse por el estado de salud de mi esposa, que acabó falleciendo apenas tres semanas antes que él.

Cosas vividas con Ernest Lluch como colaborador habitual de una revista catalana y catalanista como Serra d’or, en la que yo era un simple auxiliar de redacción y él era ya una firma de prestigio como economista. Cosas vividas también en El Correo Catalán, así como en conversaciones sobre todo lo divino y sobre todo lo humano, desde sus grandes pasiones -sin duda alguna el Barça, pero también, y con qué intensidad, conocimiento y pasión solía hacerlo, la música, la historia, la cultura, la literatura, la política… Le reencontré en Valencia, donde daba clases en la facultad de Económicas y se había significado ya como uno de los dirigentes del socialismo valenciano. De nuevo viví muchas otras con Ernest Lluch a su regreso a Cataluña, ya como candidato a diputado a Cortes por Girona por el PSC.

En Barcelona y en Madrid, y también en Banyoles, donde con frecuencia coincidíamos por ser la localidad de origen de las familias de nuestras esposas,  conversamos mucho más, construimos una amistad y una complicidad basada en la coincidencia en lo fundamental y en el respeto mutuo a nuestras maneras de entender la vida y la política. Viví su pasión como portavoz de Socialistes de Catalunya en el Congreso de Diputados, y todavía más la de su trascendental paso por el Ministerio de Sanidad, en el que nos dejó como gran legado un sistema público de salud gratuito y universal, aún ahora ejemplar a pesar de los recortes sufridos. Más tarde, ya retirado del primer plano de la política, en Barcelona, en Maià de Montcal donde se refugiaba con los suyos y también en mi particular refugio familiar del barrio marítimo de Sant Salvador, en El Vendrell, proseguimos nuestros diálogos interminables, con coincidencias pero también con divergencias.

No obstante, de repente, en la triste noche del 21 de noviembre de 2000, ya no hubo más posibilidad de diálogo, se terminaron definitivamente aquellas largas, amenas e instructivas conversaciones que mantenía yo con Ernest Lluch. Un asesino, un criminal le mató y acabó con la vida de un personaje ejemplar, que Joan Esculies ha sabido reflejar en toda su gran complejidad en la biografía titulada “Ernest Lluch. Vida d’un intellectual agitador”. Ya el título define a la perfección a la víctima de aquel asesinato: “un intelectual agitador”. Esto fue siempre Ernest Lluch, como académico y como diputado, como activo opositor al franquismo y como ministro de Sanidad, como articulista y opinador y como popular tertuliano radiofónico, como melómano y como historiador, como catalanista convencido siempre de que el progreso de Cataluña solo se podía producir con el progreso de España, como partidario siempre del diálogo para la resolución de todos los conflictos, en especial los políticos.

Transcurridos ya diecinueve años desde su muerte, me pregunto qué me diría Ernest Lluch sobre lo que ha sucedido en estos años en el País Vasco al que tanto amó, y sobre lo que ha ocurrido y ocurre en nuestra Cataluña, suya, mía y de más de siete millones y medio más de ciudadanos. Me imagino lo feliz que se sentiría al comprobar que en el País Vasco se acabó con la pesadilla que ETA encarnó durante más de medio siglo, mientras vascos y vascas se reconcilian y abandonan un conflicto que tantas víctimas causó. Me imagino también que se sentiría triste y avergonzado, como tantos y tantos catalanes, ante la situación a la que hemos llegado en Cataluña. Estoy convencido que, como hizo en el País Vasco, también en Cataluña defendería sin complejos la necesidad del diálogo desde la legalidad democrática. Lo haría, como solía hacerlo casi todo, con una sonrisa elegante, como de complicidad, y acto seguido se interesaría por los avatares del Barça de sus más íntimas y profundas pasiones, y acaso me preguntaría sobre algún chisme, no necesariamente político. Porque Ernest Lluch fue, además de un intelectual agitador, un hombre de una curiosidad infinita.