Norberto Bobbio lo expresó a finales del siglo pasado en su clásico Derecha e Izquierda: el binomio igualdad-desigualdad es la principal diferencia entre la fisonomía de ambas ideologías. Hoy, el postulado sigue tan vigente como entonces, o quizás más.

La crisis de 2008 y las políticas laborales utilizadas por la derecha española en esos años han conducido a una perversa realidad social: los ricos son más ricos y el resto es más pobre, con un aumento significativo de quienes padecen situaciones extremas. A ello hay que añadir otra execrable desigualdad; la de género. La realidad indica que, con los recortes de derechos y servicios aplicados por Rajoy, las mujeres han cargado sobre sus espaldas lo peor de la crisis y las que con mucho esfuerzo han logrado acceder al mercado laboral – o mantener su empleo - lo han hecho en peores condiciones que los hombres.

La última encuesta EPA vuelve a certificar que la precariedad laboral es cosa de mujeres: los indicativos de tasa de paro, temporalidad y empleo parcial son más altos en el ámbito femenino. A ello hay que añadir las dificultades con que se topan las mujeres para ascender de categoría y la enorme brecha salarial que las separa de los hombres. El perjuicio es evidente y las acompaña a lo largo de toda su vida: menos sueldo cuando están en activo, menos prestaciones si se quedan en paro y pensiones más bajas cuando se jubilan.

De ahí la oportunidad de las iniciativas socialistas para combatir la desigualdad laboral y salarial que afectan a las mujeres, acciones que vienen a complementar la Ley de igualdad, que ya obliga a negociar planes de simetría de géneros en las empresas. Tales propuestas no pueden quedarse en simples recomendaciones. La desigualdad engendra en todos los casos una libertad malsana, de distintas velocidades. El combate contra esa lacra debe tomarse con la mayor atención y compromiso de efectividad a través de políticas de discriminación positiva, comenzando por la participación de mujeres en la política con el objetivo de eliminar tendencias y rutinas que las sitúan en desventaja permanente.

En Balears, durante la legislatura 1999-2003, un gobierno progresista fue pionero en la implantación de “listas electorales cremallera” con estricta paridad. El cambio fue inmediato y constatable a simple vista en el hemiciclo del Parlament, que se pobló con tantas diputadas como diputados. No parece casualidad que hoy la presidencia del ejecutivo balear esté ocupada por una mujer y que una mayoría de “conselleras” configuren un gobierno que irradia una extraordinaria sensibilidad de igualdad de género en sus decisiones.