Una vez realizados los dos debates electorales de esta campaña, merece la pena echar la vista atrás y analizar los factores diferenciales que han envuelto a sendas citas. Si los comparamos con debates pasados, sigue extrañando, pese a que no es la primera vez que se sigue este formato, la capacidad de los líderes para afrontar una contienda a cuatro, contestando a los ataques a izquierda y derecha, sin descanso.

Sin embargo, a pesar de que cada vez es más difícil convencer al elector final por la cantidad de colores que se dibujan en el lienzo electoral, son muchos los exdirigentes nacionales que utilizan su poltrona particular para opinar despectivamente sobre los nuevos líderes.

Lo hemos visto con Felipe González y Alfonso Guerra, ambos críticos en algunos momentos del liderazgo de Sánchez. Y también con José María Aznar que, con el tono soberbio y condescendiente que le envuelve en cada una de sus intervenciones, valora el panorama político actual desde su visión particular de que con él todo iría mejor.

No solo eso, es que a pesar de que su mensaje ya es caduco y son muchos los detractores de su gestión al frente del país, él se presenta como el inmaculado líder de la derecha, el director de orquesta de una comparsa que se agita al ritmo marcado por sus tropelías.

El pasado martes, a horas de que se celebrase el Debate Decisivo organizado por AtresMedia, volvió a sonreír a las cámaras a la par que decía: “Si tengo delante a alguno de los candidatos de ayer, me duran muy poco”.

Así, sin reparos. Al más puro estilo José María Aznar. Sin embargo, el expresidente popular no quiso contar que no le gustaban los debates. Solo en 1993 debatió dos veces con Felipe González y, pese a que la juventud desmedida y el descaro le valieron para imponerse en el primer asalto, el candidato socialista ganó la segunda ronda y decantó los comicios del lado de los del puño y la rosa.

Aznar, sabedor de ello, no volvió a presentarse a ningún debate. Prefirió esconderse en sus mítines particulares y dejar plantados a González en el 96, a Joaquín Almunia en el 2000 y a José María Rodríguez Zapatero cuatro años después. Ese tono mayestático se pierde sobre el papel de la memoria. La historia le baja los humos a un Aznar, una vez más, desmedido.