Encuentro entre mis notas una de Tácito sobre el ocaso del líder: es el ruido que hace el sol al ponerse. El guasap me chiva el dato de audiencia: cerca de once millones de ruidosos españoles pegados a las teles. La cosa no era monarquía o república. La cosa era si lo mataba o no y en directo. La cosa era saber si estábamos ante el principio del fin de la monarquía o el principio del fin de la corrupción creada desde la jefatura del Estado. Suena feo, sí. Once millones de opiniones de otros que se creen propias oyendo la caída del sol.

Los reproches brevísimos (que alguien llame a Freud) de pellizquitos morales y éticos del rey hijo en los ajados mofletes del demérito padre nos dejaron el morbo con decimales y el cuerpo entrecortado, como cuando son las doce de la mañana y no sabes si meterte otro descafeinado con leche desnatada  o un bloody mary en vena.

Mi altocargo exuda una suerte de melancólica frustración con este asunto. Lleva como una puta traición (y lo es) la doblez del demérito, a quien saludó alguna vez y hasta compartió breves corrillos y referencias de amigos comunes (“coño, no me digas que conoces a Jerónimo” sic). Nada como ser un rojo consecuente para que te seduzca un monarca chisposo. Menos mal que a diferencia de otros (incluso comunistas de cuando Anguita) no enmarcó la foto, no se la regaló a su madre para que la pusiera junto a la abuela y el tito de Buenos Aires. La perdió en la babel de su biblioteca.

Lo mío es más sencillo, ya era felipista (por González), lo cual que ahora me sale de segundo plato, aunque a este nuevo felipismo constitucionalista integral del que se apropian las derechas (ya se lo cobrarán) le falta un hervor, a fuer de blandito y mear colonia y solemnizar obviedades. Sea como sea: no está bonito pegarle a un padre, aunque sea por no perder el empleo.

En las redes fecales (Angel de Benito, mi primer decano, in memoriam) escribe un cercano de mi altocargo, desconocedor de las ironías de la historia y desfoga confettis republicanos, convencido de que más pronto que tarde una tercera república iluminará nuestros corazones (uno de esos visionarios que para luchar por la abolición de la pena de muerte entenderían inevitable fusilar a unos cuantos. De miles).

Así que salimos  a las calles semivacías  donde el viento helado arrastraba las últimas hojas del otoño por ver si se llevaba toda la mierda de estos meses infames de jefes de estado cleptómanos y la muerte acechando en los veladores. En la radio una enfermera dice que el lunes empieza el principio del fin. Llega la vacuna. Un escalofrío, amago de lagrimones. ¿Estará Felipe vacunado del padre?

Como los lunes fueron bendecidos por la memoria de Stefan Zweig y la poesía de Rilke, le susurro a mi altocargo una anécdota de un tipo de Lisboa que escribió este epitafio en su imponente mauseoleo: “Aquí yace uno… contra su voluntad”.  

Se ponía un sol hermosísimo y helado y todo el ruido por fin que trajo el ocaso fue la sonora carcajada de mi altocargo. El ruido humano, supongo, del principio del fin.