El cineasta sueco Roy Andersson concibe una tan inclasificable como original y sugerente mirada sobre los absurdos de la condición humana aderezada por un peculiar sentido del humor y abundantes dosis de mala leche.
Cuando Roy Andersson estrenó Canciones del segundo piso (Sånger från andra våningen) en el años 2000 dio comienzo a un tríptico al que puso el epígrafe Trilogía existencial de la condición humana que continuó en 2007 con La comedia de la vida (Du levande) y ha cerrado con Una paloma se posó en una rama y reflexionó sobre su existencia, que le deparó el León de Oro en la Mostra de Venecia, una tan incisiva como suculenta y compleja radiografía sobre los entresijos del ser humano que entusiasmará a unos, pero que podrá hacer que otros no entren en el juego que plantea dada la radicalidad de la propuesta.
El prólogo del film lo compone un triplete de gags unidos bajo el título de “Tres encuentros con la muerte”. Si bien, el primero muestra a un matrimonio en su hogar en el que la mujer cocina canturreando una canción mientras su marido sufre un infarto en el momento de abrir una botella de vino, los dos siguientes son aún más hilarantes. El de una anciana moribunda en un hospital que sujeta férreamente un bolso con sus ahorros para llevárselo consigo a la tumba porque sus hijos tratan de quitárselo de las manos; y la última, que tiene lugar en el restaurante de un trasatlántico, cuando un cliente ha sufrido un ataque al corazón y la encargada de la caja ofrece gratis su bandeja con el menú ya servido, porque simplemente el fallecido lo ha dejado pagado. A partir de ahí Andersson elabora un sugestivo retablo que estructura por medio de tableaux vivans, ya que la cámara permanece siempre fija, que recogen un sinfín de situaciones grotescas impregnadas por un particular sentido del humor que roza en ocasiones el absurdo.
Sin embargo, y a pesar de la aparente desconexión entre unos sketches y otros, que luego se comprobará que no es así ya que todo el fresco gira en torno a la estupidez humana, hay un hilo conductor que recae en una tan ridícula como esperpéntica pareja de orondos comerciales de mediana edad que se dedican a la “industria del espectáculo” según ellos dicen, aunque en realidad lo que venden son dientes postizos de vampiro, su artículo estrella, además de un clásico como es la bolsa de la risa que al apretarla emite unas risas estridentes y una máscara de la que afirman que es su producto más novedoso. Claro que lo sorprendente del asunto es que ambos comerciales jamás esbozan una sonrisa, algo que resalta su blanquecina tez, deambulando casi como si fuesen dos espectros cuando van visitando a sus posibles compradores.
Entre las apariciones de la inusitada pareja, Andersson va concibiendo una serie de episodios en los que se pone de manifiesto el sinsentido de la condición humana. “Me alegro de que estés bien” es uno de los leit motiv del film, un latiguillo que emplean todos aquellos que hablan por teléfono, como el hombre quien con una pistola en la otra mano está a punto de suicidarse o la científica en su laboratorio que habla por su teléfono móvil mientras en un primer plano hay un mono sometido a un tratamiento de electroshock.
Pero dentro de ese tono surrealista Andersson elabora también una incisiva mirada hacia el pasado de su país, como esa secuencia que recoge un episodio de la historia sueca con el ejército de Carlos XII de Suecia quien irrumpe en un bar ambientado en la época actual para calmar su sed mientras a través de los ventanales del local vemos como su regimiento marcha camino a la batalla de Poltava librada contra los rusos en 1709. Secuencia que se recupera en una segunda ocasión, pero esta vez para mostrar el regreso del frente, con las tropas maltrechas y en la que el monarca, abatido, vuelve a entrar en el bar, aunque esta vez para visitar el baño. O esa otra ambientada en el período del colonialismo con una gran máquina de exterminio en la que unos militares introducen a un grupo de nativos mientras, desde la distancia, un grupo de ancianos pertenecientes a la clase pudiente contempla la escena bebiendo copas de champagne, poniendo con ello de manifiesto la crueldad ejercida por los europeos en sus protectorados.
Sin embargo, Una paloma se posó en una rama y reflexionó sobre su existencia contiene otros momentos magníficos como una secuencia musical ambientada en los años cuarenta en un bar donde quienes no tienen dinero, como ese grupo de reclutas, pagan con un beso a la dueña del local mientras todos cantan en coro una particular versión de John’s Brown Body, una de las canciones tradicionales de la Unión durante la Guerra Civil Americana. O la de una actuación de niños discapacitados que salen al escenario del salón de actos de su centro educativo para recitar los poemas que han compuesto y donde una niña, más que recitar, va respondiendo a las preguntas que le hace el profesor sobre el suyo y que precisamente trata sobre una paloma que se posó en una rama.
Andersson concibe un atractivo retrato polifónico sobre la sandez humana poblada de seres ridículos que deambulan por calles grisáceas, habitan viviendas asépticas o visitan lugares austeros. De hecho tanto el pasillo del albergue como las habitaciones donde se hospeda la pareja de comerciales protagonista se asemejan más bien a los de un presidio.
El cineasta sueco articula un film con una muy cuidada puesta en escena imprimiéndole un sobrio tratamiento visual, tanto en la composición de las figuras y los escenarios como en el empleo del color y la iluminación. De hecho, el propio Andersson ha manifestado que sus fuentes de inspiración para esta película se encuentran en la pintura, en especial la de algunos artistas del Expresionismo Alemán como Otto Dix o George Grosz. Porque Una paloma se posó en una rama y reflexionó sobre su existencia es también una experiencia estética.