Esta es una obra acerca de los desenfoques sobre la relación con el cuerpo, en suma, en una capa más profunda, con las emociones. El inicio del hilo de ese desenfoque que se desentraña reside ya en la interrogante que plantean las imágenes iniciales de Touch me not (No me toques), 2018, de la cineasta rumana Adina Pintilie, un travelling en primerisimo plano que se inicia en un pene y recorre el resto del cuerpo, en contraste con la observación que realiza un personaje, Tudor (Tomas Lemarquis), en otra de las primeras secuencias, sobre cuál es nuestra primordial zona íntima, los ojos. Pero no, culturalmente, se califica como zona íntima a la zona genital, cuando la interacción activa más íntima se establece a través de la mirada, aunque esta la velemos, y enmascaremos, entre muros que interponemos, e interferencias que generamos, las cuáles incluso desconocemos, y que pueden estar relacionadas con el conflicto de no sólo no saber articular las emociones, sino incluso de discernir cómo sentimos realmente, entre tantas capas que no se sabe cuáles son costras, corazas o emoción genuina. Ya el título es indicativo: No me toques. Esa negación acorde a esas interferencias que se pueden denominar ira, culpa o vergüenza, las cuales obstaculizan la desapegada y fluida expresión del cuerpo, la interacción con el otro a través del tacto, porque las emociones están cortocircuitadas. Pero esta excelente obra incomodó sobremanera a algunos en el Festival de Berlín del 2018, donde ganó el Oso de oro. Una controversia que pone en interrogantes los límites de aceptación de lo que algunos pueden o quieren ver (asumir). Y por qué.

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Interferencia. Interposición. Tras el cuerpo en primer plano, que muestra lo que tanta dificultad, incomodidad o turbación sigue generando en los modos de representación (la normalización de lo que puede ser visible), la zona genital, en la segunda secuencia se nos muestra el dispositivo, lo que se interpone, lo que interfiere, con la misma cámara como emblema (lo que la película de nuestra mente interpone). En la imagen, dentro de la cámara, como si la pantalla fuera ojo a la vez, la directora, Adina. Ante ella se encuentra Laura (Laura Benson), una transexual de cincuenta años, en conflicto con su cuerpo, a su vez pantalla del conflicto de Adina con sus emociones. No deja de ser reflejo de la misma cineasta, de sus singulares dificultades con respecto a que la miren y juzgen. El conflicto de Laura sustancialmente no difiere del suyo. En cierto momento, incluso, Adina le dice que intercambien posiciones con respecto a la cámara. Son una y la misma.

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En el desarrollo narrativo, dos direcciones o personajes, Laura y Tudor, se confrontan con otros que representan manifestaciones, condiciones, circunstancias o apariencias corporales que no se ajustan al estándar normativo. Cuerpos no ajustados al canon ideal de belleza, esa belleza que suscita placer contemplarla, sino anomalías en relación a ese canon instituido, por lo tanto manifestaciones corporales que ponen a prueba nuestra naturalidad y los límites de lo que aceptamos mirar y tocar. Reflejos anómalos que se relacionan con su cuerpo y circunstancia con la naturalidad de la que ambos, Laura y Tudor, aún adolecen. Una y otro encontrarán su relación armónica corporal y emocional a través de los respectivos reflejos. Tudor, en una terapia, con Christian (Christian Bayerlein), que sufre postración por atrofia muscular. Limitaciones según el canon convencional. Laura busca, en principio, el reajuste con su circunstancia corporal, la que he elegido, pero con la que aún no se siente en armonía, primero a través de la contemplación de un cuerpo masculino que se masturba. Después, a través de otro transexual, Hannah (Hannah Hofmann), con quien establece una conversación, mediante la que comenzará a sentir que puede sentirse a sí misma con desapego y naturalidad, no rígidamente, como un cuerpo que es coraza y muro, algo que también intenta descongestionar a través de un terapeuta, Seani (Seani Love). En dos secuencias que son reflejo, Tudor toca a Christian, y Laura permite que Seani la toque, incluso con golpes intensos en el pecho. Experiencias que buscan romper esos muros que ambos interponen y que les atenazan. Experiencias que plantean la interrogante de qué sientes, pero también la de en qué medida te incomoda. La intimidad es una cuestión de proximidad, de aproximación, de cuerpos que se sienten, y se puede sentir como vulneración. Puede incomodar sentir a otro, cuyo aspecto no encaja además en los estándares de lo ideal, aún más, representan su opuesto.

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Otro espacio anómalo evidencia esa circunstancia de emociones soterradas no asumidas, emociones congestionadas que no logran liberarse o expresarse con naturalidad. El escenario, porque lo es literalmente, escenario de representación, de un club S/M, refleja tanto la diversidad o la necesidad de desprenderse de los corsés de los límites como representa las fugas en las que tanto descargar como esconder, como una espesura de camuflaje que es más bien desvío, el grito que se contiene, la fluidez que necesita de expresiones que siguen siendo más bien máscaras protectoras aunque sea un escenario señalizado como anómalo con respecto, de nuevo, los estándares. Un escenario de paradojas, o que evidencia contradicciones. Tras conseguir mirarse de frente las emociones, el encuentro de los dos cuerpos desnudos, como bailarines que se despliegan sin pudor ni temor, como si conformaran el ouroboro con sus cuerpos (porque está es una obra de trayecto alquímico), será, en cambio, la declaración manifiesta de su liberación de dispositivos de culpas, vergüenzas o furias contenidas, la descongestión que ya se metamorfoseará en danza desinhibida desnuda.