Cuando Sam Mendes se hizo cargo de la dirección de Skyfall no fueron pocos los escépticos ante el posible resultado. No se consideraba al cineasta como un director de acción, y sin embargo entregó una de las mejores películas de la saga Bond, a pesar de sus detractores, quienes, desde una posición ciertamente conservadora, no aceptaron que Mendes “osara” a alejarse en cierto modo de la serie para conducir al personaje hacia nuevos caminos, enfrentando a Bond con su pasado para resurgir de él de forma diferente.


Ahora, con Spectre, Mendes ha llevado a cabo un trabajo que sirve como perfecto espejo de Skyfall. De hecho, ver las dos películas seguidas supone toda una experiencia que, gracias a sus conexiones visuales y argumentales, casi podría decirse que conforman un todo en su conjunto, creando una visión, en varios sentidos, de enfrentamiento con el pasado, tanto en lo que respecta a la construcción del personaje como a la saga en sí, porque Spectre, al final, lo que lleva a cabo es una suerte de humanización del personaje para, al final, situarle en una suerte de nuevo, o no tan nuevo, punto de partida.



Spectre se inicia con unos enormes rótulos: “Los muertos siguen vivos” para a continuación dar comienzo a un plano secuencia formalmente perfecto que puede ser uno de los comienzos de la serie más espectaculares. Pero lo que en verdad importa es que durante prácticamente todo el momento, Bond (de nuevo un estupendo Daniel Craig) lleva una máscara de difunto: está en México durante la celebración del día de los muertos. Renace tras Skyfall, cuando todo quedó en cenizas. A partir de ahí, la película nos conduce por una narración repleta de referencias a la saga, algunas explícitas, otras más sutiles, como si el personaje en esta nueva entrega tuviera que ir recorriendo un pasado que en la anterior película había sido expuesto y arrasado. En un momento dado, Bond pide a Q que le haga desaparecer durante unos días, y así se convierte en un fantasma enfrentado a unas circunstancias que debe resolver a la par que a la nueva situación del MI6, el cual está a punto de desaparecer en aras de unas nuevas formas de espionaje y control. Así, Spectre se mueve entre las motivaciones personales del personaje y una situación más general.



Porque Spectre habla, además, del Mal. De un Mal general, oculto, que siempre ha estado acechando a Bond, película tras película, resolviendo casos concretos pero sin acabar nunca realmente con él. Porque es imposible hacerlo, como evidencia Spectre al crear una idea de él tan abstracta como real: el Mal está en todas partes, tiene múltiples rostros, aunque se centre en uno. Desde ahí, la película marca una diferencia con Skyfall: si allí había un malvado, muy individual, que era producto además del mismo sistema contra el que después acababa luchando, en Spectre el Mal se encuentra tanto fuera del sistema como dentro de él. Es multiforme y sus motivaciones son muy diferentes. A pesar de la existencia de un villano (un Christoph Walz algo caricaturesco pero que funciona bien) lo interesante de la película es trazar la idea de una organización criminal a escala mundial que atenta en países para convencer a estos de la necesidad de acogerse a un programa de control gubernamental. A este respecto, la película resulta enormemente crítica con ciertos elementos de las seguridades nacionales, quienes bajo el amparo de la lucha contra el terrorismo o el crimen no dudan en vigilar a los ciudadanos.



Película más compleja de lo que pueda parecer, llena de detalles, de ideas sutiles, asentada en la mirada, Spectre presenta una primera parte espectacular y otra más irregular, pero en su conjunto se alza como obra magnífica, sombría y oscura, con algunas secuencias de acción que recuperan la imposibilidad física del mejor Bond a la par que entrega un relato personal y analítico sobre el personaje y la realidad, para, al final, cerrar la película de la forma más humana que se recuerda en toda la saga. Y, ahora, veremos por dónde transitan las nuevas entregas de Bond.