En su crónica del pasado Festival de Sitges en 'Dirigido por' (número 493, noviembre 2018), Roberto Alcóver señalaba sobre Nación salvaje, segundo largometraje de Sam Levinson, que “sería el resultado de cómo esa generación rodaría su propia ficción”. Con “esa generación” se refiere a la juventud occidental, en particular, a la norteamericana si tenemos en cuenta la ubicación de la ficción, si bien es posible extrapolarla a otras latitudes. Una definición muy acertada, dado que resume fondo y forma de una película que, en otras circunstancias, en otro momento, quizá trascendería más, no tanto por su calidad como por aquello que sus imágenes y sus discursos proponen. Porque la película de Levinson habla del presente de manera directa, con todo lo que eso conlleva en varios sentidos.

Nación salvaje se centra en un grupo de cuatro amigas, Lily (Odessa Young), Bex (Hari Nef), Sarah (Suki Waterhouse) y Em (Abra), con Lily como narradora que rompe durante el metraje la cuarta pared para narrar lo que está sucediendo. En esta elección se encuentra gran parte de la esencia de la película, porque Lily, dentro de la ficción, está hablando a otras espectadoras. No es tanto una narradora como una especie de agitadora, de guía de una colectividad que toma conciencia final de la necesidad de enfrentarse a una realidad violenta. Así, el espectador que vea la película, siguiendo el operativo que ha creado Levinson, debería sustituir a quienes, en su tramo final, escuchan el relato de Lily de cómo, en la ciudad de Salem, se comienza a filtrar material privado de los móviles de algunas personas -el alcalde, el director del instituto, finalmente de todos…- haciéndose público aquello que esconden. Por giros que no viene al caso revelar, Lily, y de paso sus amigas, serán acusadas de ser quienes filtren ese material en una ciudad en pie de guerra para defenderse del ataque.

Nación salvaje', de Sam Levinson

Nación salvaje habla de nuestro presente, eso no se puede negar, con una inteligente revisitación de la caza de brujas de Salem en la era digital. Tampoco que lo hace mediante un trabajo con sus imágenes que remite al audiovisual actual, como un fresco panorámico, en su multirreferencialidad totalmente desinhibida en la que todo tiene cabida, tenga o no sentido; con una constante ruptura de ritmo y de tono; con una mayor atención a lo provocativo que a lo reflexivo. También supone un fresco panorámico de muchos discursos o movimientos, principalmente feministas, que han ido desarrollándose en los últimos tiempos, buscando una exposición de ellos a la par que mostrando algunas contradicciones. En cuanto a su estructura, arranca como una película adolescente de institutos y suburbios, se interna después en una suerte de thriller digital para seguir por la senda del terror, con momentos de home invasion incluidos -con uno de los mejores momentos en cuanto a planificación visual- y acaba en el terreno de la acción desfasada. En resumen, Nación salvaje es un batiburrillo que, en efecto, crea una ficción que representa cierta concepción del audiovisual actual y, sobre todo, de una asimilación de un déficit de atención que justifica las rápidas transiciones sin importar lo que queda atrás, tan solo avanzando, acumulando ideas e imágenes. Del mismo modo, la película en ocasiones se toma demasiado en broma; en otras, demasiado en serio.

En un momento como el actual, sin parangón histórico en tanto a la exposición de lo privado en la esfera pública y en cuanto al exhibicionismo individual en nombre de unas relaciones sociales inexistentes, Nación salvaje se presenta como una mirada muy interesante sobre la hipocresía moral que se esconde, tanto en cómo nos presentamos ante los demás, creando ficciones motivadas por el deseo de pertenencia y posicionamiento social, como en aquello que en verdad escondemos y que, cuando sale a la luz, da una idea diferente de lo que públicamente representamos. La hipocresía de una sociedad con sus acusaciones a los demás para, después, demostrar que ellos mismos no son mejores o la histeria colectiva que deviene caza de brujas violenta, son elementos que Nación salvaje pone sobre la mesa junto a tantos otros; el problema es que Levinson no es capaz de combinar tantas ideas. Sobre todo, porque está más pendiente en interpelar al espectador remarcando aquello que, por otro lado, ya se ha ocupado el cineasta de mostrar en la historia. Con ello, logra, involuntariamente, también erigirse como representación perfecta del hoy, a través de una discursividad ideológica machacona, pero, en última instancia, más panfletaria que realmente transgresora. Algo queda del intento, pero resulta tan nimio que acaba diluido.

Nación salvaje', de Sam Levinson

Con todos sus problemas, Nación salvaje es una película que, aunque se habrá olvidado en poco tiempo y a penas trascenderá, más que nada porque su público potencial está a otras cosas ajenas al cine, resulta relevante para entender las derivas actuales y la manera en la que ciertos temas, como el feminismo, la sexualidad, el machismo, la relación de clases, entre tantos otros, se dirimen socialmente entre la juventud (y entre los que no pertenecen a ella e intentan parecerlo). Levinson consigue puntualmente problematizar todo lo anterior en sus imágenes y, además, realizar una película que resulta entretenida en su desarrollo hasta un clímax final que da sentido final a la propuesta, aunque para entonces es posible que uno se haya olvidado de cómo ha llegado hasta ahí.

Pero cabe preguntarse si la exposición directa de todas las ideas bajo una aparente complejidad formal era la mejor manera, incluso la única, de poder transmitirlas a esa generación que mencionábamos al comienzo; la única manera de hacerlo de forma efectiva, apelando a las emociones de los espectadores con una hipervisualidad discursiva e ideológica en la que todo conato de reflexión queda sublimado bajo unas imágenes que avanzan y se acumulan sin importar nada más que aquello que producen en cada momento preciso.

Nación salvaje', de Sam Levinson