Cada 28 de diciembre, el Día de los Santos Inocentes se ha convertido en una jornada de bromas, noticias falsas y risas más o menos ingeniosas. La tradición popular ha ido diluyendo el origen trágico de la fecha, hasta transformar el recuerdo de una matanza bíblica en un ritual de burla colectiva. Sin embargo, hay obras culturales que obligan a devolverle a la palabra inocentes su significado más incómodo. Los santos inocentes, de Miguel Delibes, es una de ellas.

Porque en esta novela la inocencia no provoca risa, sino incomodidad. No es motivo de chanza, sino de abuso. Delibes utiliza ese término -inocentes- no para hablar de ingenuidad infantil, sino para señalar a quienes, por su posición social, estaban condenados a obedecer, callar y soportar. En ese sentido, la coincidencia simbólica con el 28 de diciembre resulta reveladora: mientras la sociedad se permite bromear, la novela recuerda que hubo un tiempo -y quizá no tan lejano- en el que la inocencia era una sentencia.

Ambientada en la España rural del franquismo, Los santos inocentes desmonta el relato paternalista del campo como espacio de armonía natural y jerarquías benignas. Aquí no hay equilibrio ni orden justo. Hay una estructura de poder perfectamente definida, en la que el señorito necesita al siervo tanto como el siervo depende del amo. No se trata solo de economía o supervivencia, sino de identidad. El poder del señorito existe únicamente mientras haya alguien por debajo que lo legitime.

Esa es una de las grandes aportaciones ideológicas de la obra: demostrar que la desigualdad no es un accidente ni una desviación moral individual, sino un sistema que se reproduce a sí mismo. El señorito no es cruel porque sea excepcionalmente perverso, sino porque ocupa una posición que le permite serlo sin consecuencias. La humillación cotidiana, el desprecio normalizado y la violencia simbólica forman parte del funcionamiento ordinario del mundo que Delibes describe.

Los personajes subordinados no aceptan su situación por ignorancia, sino porque la alternativa es el hambre, el castigo o la exclusión. La obediencia no es virtud; es una estrategia de supervivencia. Y ahí la novela conecta de forma directa con el sentido original del Día de los Santos Inocentes: personas sin poder, sin voz y sin capacidad de defensa frente a un orden que decide por ellas.

Delibes también señala el papel que juega la moral cristiana en este entramado. La humildad, el sacrificio y la resignación aparecen como valores impuestos siempre hacia abajo. La religión no funciona como refugio espiritual, sino como herramienta de contención social. Se pide a los débiles que acepten su suerte mientras los fuertes nunca se cuestionan la suya. La inocencia, en este contexto, no es pureza: es desprotección.

Leída desde el presente, la novela sigue interpelando porque obliga a preguntarse hasta qué punto hemos superado realmente ese modelo de relaciones. El cortijo ya no existe, pero la lógica del señorito pervive bajo otras formas. La dependencia económica, la precariedad laboral o el miedo a perder lo poco que se tiene siguen funcionando como mecanismos de control. El escenario cambia, pero la estructura se mantiene.

Por eso Los santos inocentes continúa siendo una obra incómoda. Porque no permite refugiarse en la idea de que aquello pertenece a un pasado cerrado y superado. Porque recuerda que toda jerarquía necesita una base que la sostenga, y que esa base suele estar formada por personas a las que se les ha negado la posibilidad de dejar de ser “inocentes”.

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