El acontecimiento como anzuelo de la imaginación
Pocos lugares deberían ser más seguros que la infancia. En ese territorio lleno de preguntas, juegos e ilusiones en construcción, los niños tendrían que poder habitar sin el miedo a quedar inconscientes por un golpe de la “realidad”, o de enmudecer frente a un padre por el temor de perder un juguete preciado. Cuando esto ocurre, su universo comienza a desdibujarse y el exilio hacia una adultez llena de amenazas parece ser la única salida.
De esto nos habla Edgar Borges (Caracas, 1966), escritor obsesionado con el juego de crear escenarios que conviertan la realidad en un origami que cambia detrás de cada doblez, en su nueva novela, Los expulsados, presentada el 28 de marzo en la librería Rafael Alberti, en el madrileño barrio de Argüelles. Allí, la actriz Nahia Láiz acompañaba a Edgar justo antes de que la sala empezara a llenarse de quienes, como él, cuestionan constantemente el hilo de la realidad.
La expulsión de la inocencia
Edgar siempre logra reunir lectores y afectos en torno a sus realidades paralelas, tema recurrente en su obra literaria: Sobrevivientes de la inercia de las grandes ciudades, partículas extraviadas de un enjambre, ciclistas con soluciones imaginarias al vértigo de un mundo cruel, demandante y depredador. Los expulsados surge como una consecuencia de la evolución natural de la descolocación geográfica a la que suele hacer referencia en sus libros.
Esta vez, nos narra con maestría la infancia interrumpida por la huida de tres niños hacia la seguridad del Universo, el refugio ideal para los fantaseadores, según Andreu, una de las tres criaturas, que propone su cohete como el vehículo idóneo para dejar todas sus miserias atrás. Le siguen Sara y Marta, dos niñas que también son forzadas a abandonar lo que conocen para ir en búsqueda de algo menos dañino, aunque aún no tengan certeza de lo que encontrarán.
La odisea de los niños llevaba tiempo; sería injusto decir que comenzó cuando escaparon de sus respectivos hogares. Pero ¿se trató de una huida? Según la versión oficial sí, aunque para cierto vecino, escondido en las farolas, lo de esos niños fue una expulsión. ¿De sus casas? ¿De su pueblo? ¿De su país?
Expulsar.
Echar a una persona de un lugar. La caída del hombre, su expulsión del paraíso. La negación de la casa. Sacar algo de dentro y arrojarlo fuera. El después del último juego. El círculo, como cuando Sara dijo que temía que, a partir de entonces, su vida girara alrededor de los recuerdos.
Esta fue una de las lecturas con las que la voz de Nahia, sedosa y contundente, abría la presentación. En ese momento, comienza el camino de migas con el que Edgar nos muestra a esos tres niños decepcionados de lo que los rodea: Andreu valoraba las opciones para huir en su cohete, siempre en voz baja, para no despertar ni encolerizar al padre.
Marta, siempre cauta y algo molesta, le pedía que dejara la fantasía, ya que no podían demorar una noche más para poder obtener el combustible que requería una nave de esa envergadura. Y la dulce Sara, cuya voz más adelante produciría un embelesamiento extremo en Andreu, lo hacía regresar de su ensoñación, donde el espacio parecía ser el sitio que los mantendría alejados de quienes secuestraban sus juguetes e ilusiones.
La rabia vs. la esperanza
Durante el viaje, estos tres amigos tendrán como brújula diferentes emociones que irán cambiando junto con ellos. La primera en aplicar fue la del sentido de la esperanza, promovido por Marta. Fue aplicado por años, sin obtener mayor resultado que la frustración de no encontrar una salida visible luego de la fuga. Es entonces cuando aparece el sentido de la rabia, comandado por Sara y votado por ella y Andreu. El sentido de la rabia los dirigirá siendo ya adultos, con 50 años a cuestas, armados con cuchillos para defenderse de las amenazas que les podrían impedir llegar a la estación Bosque, una de las tantas que conformaban el laberinto en el que estaban inmersos.
También, la rabia se revertía en contra de ellos mismos y entre ellos mismos. Más de una vez, Marta y Sara se desafiaron con la rabia entre los dientes y los cuchillos prestos para atacar. Como bien decía Sara a Marta: tu llamada a la esperanza es nuestra rabia.
David Bowie y el despertar hacia el universo interno
De todas las estaciones recorridas por Andreu, Marta y Sara, la Discoteca, o su llegada a la adolescencia, sería una de las más significativas durante este camino de transformación de los personajes. En esta parada se incorpora, nuevamente, Daniel, un cuarto personaje que parece desdoblarse para transformarse en el temible Guardián y que, en el fondo, comparte la misma vulnerabilidad de estar extraviado en una realidad confusa y represiva.
En esta discoteca, sin más paredes que una al fondo ni techo, las luces salían del suelo y el DJ parecía no necesitar de público para pinchar. A la llegada de los cuatro jóvenes, que ahora eran adolescentes, la música de David Bowie comenzó a sonar y el DJ se sumergió en una especie de ritual en la que la música envolvería a los chicos durante la noche.
La pérdida de la inocencia de Sara a manos de Daniel, las intensas conversaciones entre Andreu y Marta (en la adolescencia ya se asoma el cinismo) y la propuesta homicida del DJ a Andreu marcan un estallido de emociones y pasiones nuevas para todos, que los enfrentan con el hecho de que la adolescencia es una enfermedad: la de no tener la gracia de un niño ni la madurez de un adulto.
Así, en las paradas consecutivas, vuelven a mayores y, en otras, recuperan el brillo infantil.
En esa pesadilla disfrazada de entusiasmo en la que se convirtió la adolescencia, como mencionó el propio autor durante la presentación de la novela; en ese laberinto en el que tres niños decidieron entrar por ser expulsados de su niñez, las paradas se seguían una a otra, con la certeza de que sus pesadillas siempre los perseguirían, aunque pudieran ser, como cantaba Bowie, héroes por un día.