El hijo, de Philipp Meyer, segunda novela tras su notable American Rust, es una de esas obras que parecen inabarcables con sus casi seiscientas páginas y sus numerosos personajes que ocupan un abanico temporal que comienza a mediados del siglo XIX, en el Lejano Oeste, y finaliza en los años setenta del XX, mediante una narración no lineal que impone al lector, sobre todo en sus primeros capítulos, ir familiarizándose, nunca mejor dicho, con cada miembro de la  familia McCullough.


Meyer, en El hijo, se ha adentrado en un relato familiar, exhaustivo y fascinante, que sirve como base casi metafórica para ir trazando una visión alrededor de la construcción de Estados Unidos como país así como sus diferentes fases en cuanto al sistema económico se refiere. Pero, además, planea relatos diferentes dentro del gran relato, que acompañan a éste, lo amplían, lo enriquecen. Con un ritmo rápido pero atento al detalle, a la narración pausada y pormenorizada, Meyer va moviéndose entre épocas, rompe el avance cronológico para, en sus saltos temporales, relacionar épocas, dar sentido a los sucesos de la familia desde el pasado. Porque es la familia McCullough una familia, en su construcción, típicamente norteamericana desde diferentes sentidos; o así, al menos, lo plantea Meyer. De ahí, evidentemente, la idea de acompañar a cada miembro mientras en los márgenes de la historia se va construyendo un país; tanto en el plano físico como, diríamos, el emocional. El individualismo frente a lo colectivo, el individuo como elemento constructivo de lo social.


Ambiciosa en el plano narrativo/argumental como literario/formal, El hijo no resulta igual de interesante en todo momento, algo quizá ocasionado por su longitud y acumulación de situaciones y nombres, pero maneja a la perfección el carácter íntimo, personal, de los personajes a la vez que narra la construcción de un país a partir de ellos. Cada uno de ellos representa un momento, y vemos la evolución de una generación familiar que no es otra que el desarrollo de un país, no sólo, aunque principalmente, desde un punto de vista económico. Porque El hijo establece una visión, muy dura, de unos Estados Unidos construidos alrededor de muchos elementos, pero uno de ellos, la economía, que condiciona el resto.


Meyer se inscribe dentro de la tradición de la gran épica norteamericana, cercano al mito de la tan siempre mencionada “gran novela americana”. Sin duda, en sus ambiciones, existe la idea de crear un gran relato sobre Estados Unidos, y en gran medida, la sensación, es que lo consigue. Sobre todo en lo concerniente a la parte de la lucha con los indios, por ejemplo, cuya brutalidad descriptiva, muy violenta, y no sólo en el plano físico; también con el relato alrededor de la vida de los indios, la cual tiene una relación directa, en un plano interno, con la evolución de la familia. Una mirada a la violencia seminal, constructiva, del país que recuerda a esas novelas fronterizas –sí, a McCarthy…- en su hiperrealismo descriptivo y sensorial.


En definitiva, una novela que requiere tiempo, paciencia y gusto por la lectura para dejarse llevar por siglo y medio de historia familiar.