Aprovecharse de los demás, de un modo u otro, parece una inclinación natural del ser humano. O así piensa la marquesa de Usino (Nicoletta Brassi), en Lazzaro feliz (2018), de Alicia Roshwaler. Piensa que el ser humano es un mecanismo muy simple, que fácilmente tiende a la subordinación o dependencia. Por eso, piensa, la liberación les haría ser conscientes de su esclavitud. Si viven ignorantes de esta aceptarán su circunstancia por inevitable, aunque consideren que no sea la deseable. La actriz y cineasta se inspiró en un caso real que aconteció en Italia: una marquesa se aprovechó de unos campesinos (en la película son 52), a los que mantuvo ignorantes de que existe algo llamado contrato o salario. Esos campesinos asumían que debían trabajar para ella como aparceros, y vivir en permanente deuda. No consideraban siquiera que sus hijos pudieran asistir a la escuela. Vivían en ese mundo aparte, en el centro de Italia, prisioneros de la voluntad de esa marquesa que había configurado una realidad, sus dominios, para enriquecerse (en la película, con el negocio del tabaco que cultivaban).

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Entre esos campesinos hay uno que parece representar lo opuesto de lo que justifica, para la marquesa, su dictadura. Lazzaro (Adriano Tardiolo), un joven aparcero que siente realización en la entrega servicial, cual variante del Jakob Von Gunten de Robert Walser. No es lo mismo ser servil que servicial. Lazzaro parece una figura irreal porque no parece asomar la doblez ni el retorcimiento ni la susceptibilidad ni el recelo en ninguno de sus actos, reacciones o impulsos. Es la réplica a la afirmación de la marquesa: hay quien no siente impulso, en un grado u otro, de aprovecharse de los demás. El hombre es un lobo para el hombre, es una frase acuñada por Thomas Hobbes. Pero en esta fábula se equipara a Lazzaro con el lobo, esa figura en la naturaleza que una voz, en el sorprendente giro narrativo a mitad película, revela que realmente no es inquietante ni amenazadora, sino que está vieja y cansada. Es una figura solitaria, realmente aparte, en esa naturaleza árida, pedregosa, de puentes derruidos y mansiones que representan el predominio de una voluntad que tiende a la imposición y el parasitismo, sea una aristocracia que aún extiende unos privilegios en el tiempo, o su relevo, la banca, la dictadura financiera o corporativista. Cambian los escenarios, pero no las restricciones ni las precariedades ni los desequilibrios: las dependencias en el escenario rural, de cariz medieval, se tornan, en el entorno urbano, acciones de picaresca para la supervivencia.

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En Lazzaro feliz se refleja un mundo rural descuidado, que parece ya pertenecer a otro tiempo. Podría conformar, al respecto, un incisivo complemento con la también excelente Un héroe singular, de Hubert Charuel. La cineasta busca el realismo más inmediato, rugoso y concreto, en los espacios y rostros, una aspereza primitiva que no parezca contaminada por la afectación o el artificio de la recreación: el actor que interpreta a Lazzaro no tenía ninguna experiencia previa, y se mostraba reticente: hay en su mirada, en su forma de moverse, una peculiar condición que le asemeja a un alienígena que lo mira todo con cándido asombro (y no sólo cuando transita en un escenario que desconoce, como es el urbano). Pero el realismo se funde con lo fabuloso, y la alegoría y la abstracción se desplazan al primer plano con la naturalidad que no distingue lo fantástico de lo realista: Rip Van Winkle se durmió veinte años en el bosque, pero Lazzaro parece que resucitara: el tiempo se agrieta en los otros rostros, pero ni en su mirada, ni en su cuerpo, hay modificación alguna.

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Hay un aliento tan compasivo como doloroso (ese dolor que brota de las tinieblas que conforman una espesura difícil de superar) que conecta con cierta tradición del cine italiano, de Milagro en Milan (1951), de Vittorio de Sica a Rufufú (1958), de Mario Monicelli, pasando por Almas sin conciencia (1955), de Federico Fellini. Lazzaro es como una mota de césped entre tanta herrumbre vital. Su presencia pone en evidencia esa pérdida de conexión y empatía, esa aridez pedregosa, como la del entorno rural, o esa condición herrumbrosa, plagada de envases y bolsas de plásticos, del entorno urbano, que reflejan nuestra desidia y descuido, la preocupación prioritaria por nuestro ombligo. No somos lobos, sino seres huecos que no dejarán de ponerse en fila para recibir su ración y su nómina, subordinados de una realidad que fomenta seres que se aprovechan de otros.