Mientras me erguía me pregunté si habría, en aquella ciudad, algún sitio donde pudiese trabajar sin sentir que entretanto la vida, la vida real, transcurría, de forma más crucial y menos sórdida, en otra parte. Los personajes de los excelentes relatos de La historia universal (Nórdica libros), de la escritora escocesa Ali Smith (1962), publicados originalmente en el 2003, parecen desajustados con su vida, como si esta transcurriera en otra parte, se revelara como una impostura, o evidenciara unas fisuras que replantean cómo, durante muchos años, era una mera inercia, una sucesión de trámites, mientras en los rincones de sus emociones permanecía amordazada la música de lo que quedó truncado. En suma, la vida se revela como una ficción no muy satisfactoria. Se había encasquillado en la misma página, o no se había advertido, como si fuera una sombra, que las páginas se sucedían. Quizá eran su reflejo como ese ilusión de movimiento que se crea con un dibujo cuando se pasan velozmente las páginas. Un mero efecto óptico, como la vida una simulación que se ignoraba. La maqueta se puede descomponer, y las figuras que la integran desaparecer. Por eso, en los relatos se ponen en evidencia las junturas de la misma ficción: el primer relato es una sucesión de perspectivas o ángulos, como la mirada que intenta enfocar, para evidenciar que la realidad es un barco de papel con visos de hundirse. Se inicia con un erase una vez en un camposanto, para inmediatamente interrumpirse y dar paso, como en un coreografía, a una sucesión de reenfoques, o reajustes de la perspectiva, desde una librera a quien diseña un bote con libros de El gran Gatsby pasando por una mosca. No es sólo una cuestión de ángulos, sino también de capas. Incluso, en el territorio de la metáfora. Un camposanto y una biblioteca en concatenación adquieren condición de sinónimos desde una mordaz óptica. Hay relatos que se construyen sobre la sucesión de perspectivas, como relevos que se turnan. En concreto, Rápido, uno de los relatos más portentosos que he leído.

Tamborileé los dedos en la pierna. Los noté entumecidos, anestesiados, y mientras contemplaba el paisaje con la mirada perdida comprendí por primera vez, con un escalofrío que me recorrió el cráneo como si alguien hubiese roto un huevo con un cuchillo y me hubiera vertido el frío contenido sobre la cabeza y luego me hubiese resbalado por el cuello, comprendí que nunca, en ningún momento de mi vida, me había importado nada que no fuese yo, y que no tenía ni idea de cómo cambiar eso, o al menos modificarlo. (…) Así que un desconocido había muerto. No me importaba, ¿por qué iba a importarme? En lugar de eso, para sentir algo me puse a prueba, me asusté imaginando qué pasaría si todo lo que era mío dejaba de serlo, y de ahí llegó la certeza, tan franca e irrebatible como el cristal de aquella ventanilla, de que nada había sido mío jamás.

Hay un relato que, ya desde un principio, alude al lector, como un personaje por componerse o un enigma o una expectativa, como un surtido de posibilidades. Interroga al lector, y expone las tripas del relato y de la propia vida como una imprevisible trama de presentación, nudo y desenlace, o el desorden de un orden tan presunto como desconcertante. ¿Qué necesitais saber de mí para esta historia?¿Qué edad tengo?¿Cuánto gano al año?¿Qué coche conduzco? Miradme, aquí estoy en el inicio, el nudo y el desenlace a un tiempo, un ser enamorado de alguien que no me corresponde, Despierto con la idea luminosa y nueva de ella; luego sigue la esperanzada embriaguez del día y al fondo, sombría como una bombilla fundida, la palabra nunca. Hay inicios que son un modelo de arranque, por cuanto arrancan desde la extrañeza, la que ya nos sitúa de entrada en un territorio movedizo. Os lo cuento. Me enamoré de un árbol. Era inevitable. Estaba en flor. O A Violet se le aparecía una banda de gaiteros vestidos de gala. Das un primer paso con frases así, y la realidad se mira de otro modo. En otro es un escueto La chica desaparecida tenía mi edad. Entre los intersticios, porque la concisa sutileza de la escritura de Ali Smith se despliega entre los huecos, como si estableciera diálogo entre lo dicho y lo no dicho, entre lo pensado y lo no pensado, se insinua la repentina consciencia, aun no articulada, como quien aún está aturdida por una explosión, que es la revelación de que la vida se puede reventar en cualquier instante, cuando menos lo esperes, de que quizás habías desaparecido de tu propia vida ya hace mucho tiempo.

Parece que los veranos vuelven una y otra vez sin envejecer, tersos y repetitivos, otra vez verano, pero en realidad envejecen tan irremediablemente como un viejo vinilo del tocadiscos y lo arrojamos al canal en un día apacible como el de hoy y luego nos quedamos mirando la superficie, donde no hay nada que indique que algo ha resbalado por encima o se ha hundido por debajo o ha ocurrido siquiera.

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¿Quién es el otro, aquel que piensas que es una figura familiar, tu pareja, ese semblante en el espejo de la rutina? ¿Es un libro abierto?¿Lo familiar es el condensador que necesitamos, o más bien lo es la ilusión de novedad, aunque sea un espejismo? Aquello que está presente en tu relato de vida como figura recurrente, ¿cómo quieres que sea?¿en qué medida necesitas que sea una variación o más bien un repertorio que se cumple para que las piezas encajen y la narración de la vida transmita la sensación de confortable estatismo como una residencia permanente e inalterable?. Te conozco como un libro abierto, porque la gracia de un libro que nos gusta, si es bueno, es que varía como la música; crees que lo conoces, lo has leído tantas veces que claro que lo conoces, claro que el placer de leerlo reside en cuánto lo conoces, pero entonces oyes, en segundo plano, algo que nunca habías oído antes, y al volver una página ves una combinación de palabras que nunca habías visto, creías que conocías el libro pero te deslumbra una vez más como el libro diferente que es, y no solo eso, sino por la persona distinta en la que te has convertido, la persona distinta que eres ahora al leerlo de nuevo. Y a la inversa, lo que no conoces, el fleco suelto, lo interrumpido, esos trozos de vida posible, esas miradas fugaces que se cruzan, esas frases que escuchas incompletas, esos gestos que avistas sin saber cómo concluirán, esas otras vidas que no sabes qué será de ellas tras compartir unos meses, unas semanas, unas horas, unos minutos, un instante cuando das las gracias porque mantienen una puerta abierta, ¿en qué medida te afecta?¿Es un ruido sordo de fondo, un silencio mullido, un vocerío estridente de posibilidades, de otras lineas narrativas, otras vidas, que nunca conocerás, que ignorarás? ¿En qué medida asumes que la vida está compuesta de múltiples historias que desconocerás, del mismo modo que desconocerán la tuya?¿En qué medida asimilas que la vida es un reguero de frases inacabadas?.

Su narrativa es. Pero no supe qué era. No pude oír el resto, porque si aflojaba el paso o me paraba a escuchar los tres hombres lo habrían notado (…) Sin embargo, lo que más me irritaba, pensé con la boca llena de lana, era que nunca jamás, sabría qué seguía al <<es>> de aquel hombre. O de qué hablaba exactamente, qué implicaba con aquellas palabras, qué sabía él que los demás desconocíamos.

Quizá esa necesidad de discernir el encuadre completo, la historia completa a la que alude el título original (Whole stories), resida en cómo cuesta asimilar que la propia vida estaba llena de hojas rotas y semillas de alas extravagantes. Esa es la sutileza de su escritura.Un remolino nos envuelve, y nos desplaza hacia ese ángulo que nos desubica, y reenfoca la pantalla como carne y tiempo palpitante.