Durante el mes de mayo prosiguen las proyecciones del ciclo de ocho películas de Kenji Mizoguchi en diversas salas y filmotecas de diferentes ciudades. Entre ellas, una de las dos producciones que Mizoguchi rodó en color, y una de sus más deslumbrantes obras maestras, La emperatriz Yang Kwei-Fei (Yokihi, 1955). En el siglo VIII, en China, a las mujeres no sólo no se les permitía intervenir en cuestiones de política (y eso implicaba ni siquiera opinar), sino que eran condenadas a muerte y ejecutadas si se les ocurría hacerlo. Eso sí, podían ser instrumentalizadas a conveniencia según los intereses, sea de la familia o de alguien con aspiraciones arribistas, para ascender de rango social y disfrutar de los privilegios que comporta el detentar una posición elevada en la escala del poder. Es lo que le ocurre a esta singular cenicienta, Yokihi (Machiko Kyo), protagonista de la excelsa La emperatriz Yang Kwei-Fei, pariente pobre, procedente de la rama familiar de las montañas, relegada a trabajar en la cocina para su hermanastro y sus tres hermanastras de esta, hasta que un general, An Lushan (So Yamamura), descubre su belleza oculta, entre su desaliño y su rostro tiznado, y convence al hermanastro de que puede utilizarla para conseguir que el emperador Xuan (Masayako Mori), de la dinastía Tang, quede prendado de ella, lo que derivaría en que hermanastro y general pudieran materializar sus ávidas ambiciones de poder (que no desdeñan, como reconocen, las corruptelas, los sobornos y los abusos, los cuales consideran necesarios porque, en su arrogancia, les hace sentir que se desmarcan por encima de la patulea del pueblo). El principal obstáculo es que el emperador vive como ausente, más interesado, desde que enviudó, en lo concerniente a su parcela íntima, o más bien en la sensación de refugio de los placeres sensoriales solitarios como ilusión de gratificante protección frente a las desazones que puede reportar la relación con el afuera (con los otros), que en las cuestiones de Estado (por dos veces repite que necesita liberar sus sentimientos, con la música o con sus paseos contemplando las flores de los ciruelos). Se ha creado una cámara de aislamiento, un paraíso artificial. Vive anclado en el pasado, en el recuerdo reverencial de su fallecida esposa, por lo que las demás mujeres le parecen pálido reflejo que no suscita su interés. Hasta que conoce a Yokihi, quien le recuerda, por sus rasgos, a su esposa, aunque lo que le conmoverá no será que se asemeje su aspecto sino su naturaleza sensible (esa en la que reside la singularidad). Aún más, una figura que parece réplica o sustituta se tornará, por su singularidad, la presencia fundamental de su vida.

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Por eso, la obra se construye sobre un largo flashback, que corporeizan los recuerdos de un ya anciano Xuan, relegado por su hijo, ahora el emperador, a sus estancias. Xuan ante la estatua que evoca a Yokihi, interroga, interroga al fantasma que no es visible, pero que habita en su corazón, sobre su paradero, porque sin ella, desde su muerte ya no vive, ausente en vida. Ausencia, presencia. Ese contraste esta magníficamente expresado a través de los movimientos de cámara. La panorámica, hacia la derecha, que abre la película, desde el pasillo vacío, dominado por la penumbra, hasta Xuan, que contempla el exterior a través de la ventana (un interior que tiene bastante de cautiverio; de hecho dos hombres vienen a comunicarle que el emperador ha decidido trasladarle a otro lugar más apartado del mundo, a lo que se niega Xuan porque haría más dolorosa su soledad) encuentra su correspondencia en el momento en que por primera vez a Yokihi: la cámara panoramiza hacia la derecha, desde él contemplando el retrato de su esposa fallecida, hasta Yokihi a la que entreve primero entre celosías. Pero no será hasta que la escuche interpretar su música (la que él había compuesto), cuando comenzará a mirarla de otro modo que no sea a través del filtro condicionante de su esposa fallecida, por eso, de modo significativo, cruzará unos cortinajes para verla, como quien dota de cuerpo a la música (entre tules, de hecho, es la primera imagen que vemos de Xuan en el pasado evocado; atmósfera de duermevela o ensueño; las difusas percepciones; los velos de la percepción).

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Yokihi representa algo distinto para Xuan, algo que le hace despertar, no sólo de su lánguido y melancólico anclaje en el pasado, como si ansiara vivir apartado de la realidad, sino de ese rígido universo de leyes injustas que él mismo ha colaborado en establecer y reproducir (de ahí su indignada reacción cuando le comunican el ajusticiamiento de una mujer por opinar de cuestiones políticas, pero sin, aún así, ser capaz de derogar una ley; hay una inmutabilidad a la que sirve). Yokihi le hace liberarse de ese cautiverio, y no hay secuencia más descriptiva de esa liberación que aquella en la que ambos, de incógnito, se confunden con la gente del pueblo entre los puestos de comida, que culmina con algo que se ha convertido, desde el principio (cuando la escucha tocar el tema musical que él había compuesto en el jardín de los ciruelos), en lazo de unión y reflejo de su complicidad, de su amor excepcional, la música: ella bailará ante la muchedumbre mientras él toca el instrumento de cuerda. Es bellísima la secuencia posterior, ya avanzada la noche, en la que ambos casi solos, entre los restos de los puestos, abrazados, y rodeados de calma y silencio, expresan su felicidad, y comparten un té: la simplicidad, de las acciones, y la transcendencia, de lo que sienten, conjugadas de modo armónico.

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Pero ambos no viven apartados del mundo, y las consecuencias de los abusos de poder de la familia de Yokihi, y las ansias de más poder del general, que ahora quiere devolución de favores, determinará la insurgencia del pueblo. Ahora Yokihi representará (ella que como mujer no puede involucrarse en política y que incluso ha querido apartarse de su amado para que el pueblo no la asocie con ella y también quiera revolverse contra él) la arrogancia y el abuso de poder (la peor de todos, como grita un soldado), el símbolo de lo que hay eliminar. La composición cromática de estos últimos pasajes está dominada por la gama de negros más tenebrosos, como si ya no quedará un mínimo rastro de luz en la oscuridad dominante del firmamento, y ya rigieran las tinieblas (hay que rendir pleitesía al asombroso trabajo en la fotografía de Kohei Sugiyama, como también a la admirable banda sonora de Fumio Hayasaka). Se los puede equiparar con los de Los contrabandistas de Moonfleet (1955), de Fritz Lang, o los de la secuencia final de Siete mujeres (1966), de John Ford, sobre la que no dudaría en afirmar que homenajea a esta obra (o décadas después los de Million dollar baby, 2005, y El intercambio, 2008, ambas de Clint Eastwood).

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El final tiene dos de los más bellos y líricos (desgarradores hasta la congoja) movimientos de cámara que he presenciado. El travelling a ras de suelo que recoge las prendas y alhajas de las que se va despojando Yokihi antes de ser ejecutada. Lo que deja de ser: ya es ausencia. Y la sublime panorámica final, en este caso hacia la izquierda, desde la estatua de Yokihi bajo la que yace el ahora ya muerto Xuan, tras decir cuán cruel es el mundo, y sufrir un fulminante infarto, mientras se escucha el diálogo de los dos enamorados ahora por fin unidos, dos fantasmas que se sienten de nuevo presentes porque están de nuevo juntos (la felicidad eterna que ansiaban al reunirse). Y sus risas lo celebran, risas que se escuchan sobre el espacio vacío del pasillo, que ahora, por esas risas que lo habitan, es un espacio de plenitud, como las hojas que el viento desplaza como si fueran el impulso de su unión recobrada. Uno de los finales más exultantemente conmovedores de la historia del cine.