Frankenstein, de Mary Shelley es una obra sobre la soledad, el sentimiento de exclusión y abandono, o la dificultad de conectar, un sentimiento que no tiene edad, pero que se dota de una condición singular en esa edad en la que se nace a la relación con la realidad, su consolidación, la socialización en sus diferentes escenarios, esa edad de formación que también implica, en la configuración de una actitud que nos defina, una sublevación hacia modelos o voluntades que se imponen como horizonte y estructura de realidad (por la costumbre, los moldes sociales, lo que se considera natural o normal). Mary Shelley escribió Frankenstein cuando tenía esa edad, 18 años (y yo leí la novela con esa edad, por eso conecté tanto con lo que sentía la criatura). Mary Shelley (2017), de Haifaa al-Mansou, con guión de Emma Jensen, se centra en ese periodo, entre los 16 y los 18, en el que Mary Shelley (Elle Fanning) confrontó la ilusión con la realidad. Con 16 era aún una chica a cubierto, que vivía protegida por un padre que admiraba, el filósofo Richard Goodwin (Stephen Dillane), con la sombra de una influencia que al mismo tiempo ya implicaba consciencia del daño y la pérdida, su madre, la filósofa Mary Wollstonecraft, una mujer que había roto moldes (y de cuya muerte se sentía responsable, ya que murió días después de su nacimiento: ya era consciente del daño a los otros, lo que señalaba su distintiva singularidad). Pero ya enfrentada a una presencia restrictiva, intrusa y sancionadora, ante la que se sublevaba, su madrastra, Mary Jane Clairmont (Joanne Froggat): Para esta era fundamental la reputación, pero a Mary le importaba nada tanto la de ella como la propia. Mary Shelley vivía la carne de la realidad, aunque aún no se hubiera enfrentado a ella, no la imagen que se quiere proyectar de ella. Pero durante los dos años posteriores se confrontará con la decepción, con la sensación de no habitar la realidad, de sentirse fuera, cuando la ilusión vaya deshilachándose y tornándose en asfixia.

 

Con 16 años conocerá a su sueño romántico, el poeta Percy Shelley (Douglas Booth). Y esa sublimación inicial que no sabe de contornos de realidad, por tanto de filos y necrosis, se irá tambaleando confrontada con las ocultaciones (Percy no comparte en principio que está casado, y es padre de una niña, aunque no viva con ellas y no sienta vínculo afectivo alguno), la pérdida (la muerte de su hija aún bebé), o la imprecisión y conveniencia de la contradicción y la doblez (Percy le reprochará que su mente sea corta de miras por no creer en una relación abierta: Mary no actúa de acuerdo a modelos sino de acuerdo a lo que siente, y no quiere a otro que a él: posteriormente, él incurrirá en la contradicción de sus muestras de celos cuando advierte la sintonía cómplice que ella siente con Polidori, Ben Hardy). Este más tarde le dirá a Mary que había escrito una novela, El vampiro, inspirada en alguien que se dedicaba a absorber las energías de los otros, Lord Byron (Tom Sturridge), y el crédito había sido adjudicado a él (que además despreciaba la novela), y que Mary Shelley había escrito una obra sobre la soledad y el abandono como Frankenstein, pero el crédito había sido para quien había infectado esas emociones en ella, Percy Shelley. En uno la posición la posición social, en otro la condición de mujer, se constituían en impedimentos, como mordazas.

 

El excelente guión de Emma Jensen dibuja con precisión la vida, o la forma de habitar la realidad, de sentirla, que inspiró tal magistral novela. Ya precisado en su magnífico inicio sonoro: sobre los títulos de crédito, se escucha el crepitar de unas llamas, el ruido lejano de unos truenos, a los que se une el resuello de la respiración de Mary, en el trance de la escritura, musitando las palabras que brotan de las llamas y truenos de sus entrañas. Desafortunadamente, la obra, de impecable diseño caligráfico, adolece de una desequilibrada modulación narrativa que parece estancarse en su tramo central, aunque sí se reanime en su notable último tercio. Se resiente también de ciertos intérpretes. Tom Sturridge, que había evidenciado su falta de carisma en Lejos del mundanal ruido (2015), de Thomas Vinterberg (compárese con la presencia de Terence Stamp en la versión previa de John Schlesinger, de 1967), es uno de esos jóvenes intérpretes británicos que se deleita con el estridente histrionismo, como los cargantes Andrew Scott (con su indigesto Moriarty en la serie Sherlock, como ejemplo emblemático) o Eddie Redmayne (en todas menos en la que le reportó premios, La teoría del todo, 2014, de James Marsh, porque optaba por esa deformación que tanto entusiasma a los actores). Sturridge no encaja ni con su vestuario, como también ocurre a un esforzado Douglas Booth (sobrado de apostura pero falto de carisma, como le puede pasar a Robert Pattinson). Ambos parecen más que cuerpos, disfraces con una percha que les sostiene. En el extremo opuesto, una extraordinaria Elle Fanning genera su personaje desde la mirada, se siente cuerpo que porta un vestido y que siente lo que le ilusiona y desgarra, con la elocuente contención expresiva que sabe que el menos es más.

 

Por eso, la irregularidad define a una obra que se eleva cuando confluyen intérpretes en estado de gracia, como la secuencia en la que Mary coincide con su padre en un mercadillo, tras que ella haya abandonado el hogar en la noche, pese a la advertencia de su padre de que supondría una ruptura de su relación. Pero el encuentro les confronta con el mutuo afecto que se profesan. Precisamente, el padre se disponía a vender una de sus posesiones bibliográficas más queridas. A su hija le dice que a veces hay que desprenderse de lo que más se aprecia. Pero en el curso de la conversación, modulada por las miradas de los intérpretes, se transmite el dolor de un vínculo lesionado que, pese a todo, no quiere romperse. El gesto del padre de no vender el libro lo evidencia. Dillane también está magnífico en la breve pero elocuente presentación de la novela de su hija, cuando define que es una obra sobre la falta de conexión, cómo el creador desprecia a la criatura tras crearla, negándole el gesto de afecto que buscaba. Una negligencia como esa que indica su padre es la que había sentido Mary en Percy. En otra excelente secuencia, esta en la mansión de Lord Byron, tras una conversación sobre el galvanismo y la reanimación de los cuerpos, se suceden un plano sobre la pintura de La pesadilla, de Henry Fuseli, otro sobre una lámpara de velas suspendida en el vacío y otros en los que Mary despierta por los truenos e imagina junto a su cama al barón Frankenstein reanimando a su criatura, hecha de trozos de distintos cuerpos: el encendido de su impulso de creación. Al fin y al cabo, Mary, ante todo, deseaba reanimar su ilusión, su relación con Percy, asfixiada, como representa el íncubo sobre el cuerpo de la mujer en la pintura de Fuseli, por las negligencias (contradicciones e irresponsabilidades) de Shelley. Esa luz de la ilusión se había hecho vacío, sentimiento de abandono y exclusión, temblor, como un cuerpo que se desgaja en distintos trozos, sin ya sentir que pudiera rehabilitarse esa conexión. Pero a diferencia de la criatura de su novela, sí encontró el gesto humilde y generoso, la modificación de una actitud, que reactivaría su ilusión. El logro de esa reanimación quedó reflejado en que la segunda edición de la novela si sería publicada con el nombre de su real autora, Mary Shelley.