¿Por qué a medida que crecemos nos alejamos de la vida?, pregunta el adolescente Franz (Simon Morcé, en cierta secuencia de El vendedor de tabaco (2018), de Nikolaus Leytner. En otro momento, Sigmund Freud (Bruno Ganz), con quien ha entablado amistad Franz, le indica que venimos a este mundo no para conseguir respuestas sino para hacernos preguntas. Franz se hace preguntas, y la confusión es su estado permanente. Da igual en su escala íntima, en el escenario sentimental, entre las emociones o deseos que le superan, y el desconcierto ante la conducta de aquella de la que se enamora, Anuszka (Emma Drogunova), ¿Qué siente?¿por qué aparece y desaparece?¿depende de mi forma de actuar su correspondencia, el afianzamiento de la relación?, o en la colectiva, con el despliegue de violencia de las voluntades que quieren imponer su concepción de la realidad, en los inicios de la década de los 30, en los meses previos a que el nazismo tomara dominio de la realidad, con la supresión consiguiente de los que discrepaban o de los que consideraba inferiores. Franz no entiende sus sueños, que puntúan con frecuencia la narración, ni la realidad ni a la mujer que ama ni a sí mismo. Por eso siente que cada vez se aleja más de la vida. Hay un desajuste manifiesto con respecto a la realidad, evidenciado en las numerosas secuencias que visualizan primero lo que desearía hacer antes de visualizar su real acción o reacción. En las primeras secuencias alguien se sumerge en el agua durante una tormenta, y es electrocutado por un rayo. ¿Es la decepción la dirección que determina ese progresivo distanciamiento de la realidad?

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Franz proviene de otro entorno, otro escenario de realidad. De hecho, otro dentro de ese otro. Proviene de un entorno rural, donde vive con su madre, pero tiende a pasar buena parte de su tiempo debajo del agua, respirando a través de una pajita. Así nos es presentado. Ya anticipa su particular desajuste. Debido a su precariedad la madre le envía a la capital, Viena, para que trabaje en el estanco de un amor de juventud, Otto (Johannes Krisch). Otro desajuste a través de una vivencia ajena: ese amor que se desperdició porque no se actuó como debía en el momento oportuno, una circunstancia que quedó como un hilo cortado, una linea de vida arrinconada en los márgenes de los sueños, con la costra de los remordimientos, una vida posible amputada, como lo fue una de sus piernas durante la primera guerra mundial. Franz da sus primeros pasos en la realidad. Por un lado, en los escenarios de la red social, en la que cada uno adopta una posición o identidad, y se define por la tolerancia que respeta cualquier otra forma de concebir el mundo y la sociedad, o por la necesidad de imponer la propia concepción de realidad, lo que deriva en el abuso. En las primeras secuencias en el estanco ya transitan algunos de los actores sociales, representantes de esas diferentes concepciones (nazis, comunistas...).

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Y como contrapunto específico de las dudas y desorientación de Franz, aquel que representa el conocimiento de las tramas de las emociones, Freud. Porque, dada la inexperiencia de Franz en el escenario íntimo, ¿cómo se desenvuelve en tal circunstancia, cómo se articula lo que siente? Como esos sueños que no comprende, le parece un escenario para el que carece de la contraseña de acceso (mientras que en el escenario social quienes pretenden imponer su concepción exigen contraseñas de acceso, quien no las comparte es eliminado). Anuszka es un universo que no comprende. Es una abstracción que no logra ajustarla a la realidad. Es lo que proyecta, o siente que necesita, lo que sublima, como la figura que se singulariza en un entorno difuso. Una figura escurridiza, una representación, como su número erótico en un cabaret, que lucha por encajar con su idealización. Se pregunta cómo debe actuar, qué pasos dar, que tácticas o decisiones adoptar, pero, al mismo tiempo, desconoce cómo es, por qué actúa como actúa, cuáles son sus condicionantes. No es sólo cuestión de cómo actúe él, si se muestra determinado, si resulta expresivo, si se muestra comprensivo. Hay vertientes en la ecuación que ignora, y que no sólo tienen que ver con lo que él o ella sienten, sino con los condicionantes, o imperativos, de las circunstancias.

 

El vendedor de tabaco, adaptación de una novela de Robert Seethaler, resulta una obra sugerente. Aunque quizá más en su planteamiento, en la superficie de la enunciación, que en las mareas de la conmoción. Es una obra exquisita en su delineación caligráfica, y fluida en su modulación narrativa, aunque no convulsa. Las sombras turbias se leen, más que sentirse. Aún así, resultan precisas las coordenadas de un relato que confronta, en varios escenarios, con la decepción. Como la siniestramente célebre noche de los cristales rotos encuentra su equivalencia en el rasgón del telón de las ilusiones amorosas.