Iban solos en aquel viejo armatoste, el camión del grano, por un camino oscuro. No eran más que un movimiento ínfimo e indistinguible en un universo compuesto por infinitos movimientos ínfimos e indistinguibles.Vuelvo a caer cuando muera, es la traducción de Fall back down when I die, título original de esta excelsa novela, El hueco de las estrellas (Errata Naturae), de Joe Wilkins. El hueco de las estrellas son las dentelladas de la vida. Es otra forma de expresarlo. Había distancias insalvables, geografías intrincadas, cambiantes, inconmensurables. La vida no deja de ser una caída, o sucesión de pérdidas y decepciones, o simplemente desesperación por la inconsistencia y obtusidad que define a tantos seres humanos, porque tienden a entender todo del revés, mientras avanzan convencidos de que la vida les debe algo. Este es un relato que atraviesa como un puño la entraña de un país. Se la califica como profunda a esa America pero no es sino por su condicíón abisal, realmente hueca, un vacío embrutecido que se relame con el daño, porque se sienten centro, y el entorno, el medio ambiente, las otras especies, los forasteros, son accesorios, nutriente o interferencia.

Y el chico Tavin acabaría como su padrastro: cuidando un puñado de vacas, practicando la caza furtiva, bebiendo, portándose como un animal con ésta y aquella y la otra, y teniendo un hijo, o tres, y votando a los republicanos, aunque viviera de las ayudas al campo, la cesión de pastos públicos y el Programa de Conservación de Tierras, Dios, el ciclo de la pobreza rural... La estupidez rural. No necesitaba más para volverse loca.

Tres voces se alternan en esta narración. Wendell, alguien que ha nacido en ese entorno, y se siente desgajado. Sin padre, y con la mayoría de sus tierras vendida o arrendada, había sido el bicho raro de la pista. Allí, en aquel lugar remoto, una frontera forjada por la relación del hombre y la tierra, él no tenía nada (…) las normas que regulaban aquellas cosas eran duras e invariables y se aplicaban con pleno y violento rigor a todo el mundo. Pero Wendell no dio con las palabras que explicaran esto. Se encuentra en la tesitura de cuidar de un niño de siete años, Rowdy, hijo de una prima, que ha sido encarcelada. Un niño que no habla, quizá porque sea algo autista, o quizá porque no hay palabras para expresar la desolación sufrida. Otro cuerpo a la deriva, magullado, como un temblor que no puede articularse, que encuentra en alguien confundido un vínculo inesperado que parece recuperarle para relacionarse con esa agreste y hostil realidad, en la que las emociones están contaminadas por la inconsciencia y la indiferencia como el entorno está arrasado por escombros, aparatos, metal, tractores, que componen lóbregas vetas de ultraje a la tierra. Rowdy salió corriendo, dejándole la mano en el aire, y por un momento, Wendell no supo qué hacer con ella: la sentía extraña, como un ala en aquel aire seco que olía a pino. Hay frases que abren brechas y condensan lo que resulta difícil expresar, un fleco suelto, una emoción incierta, una suspensión vital. La intemperie de las emociones que palpitan en los intersticios. Esas escurridizas coordenadas que Wilkins traza con la agudeza del que sabe componer versos entre los huecos de la prosa.

¿Cuándo había empezado a desconfiar de las sombras, de la boca de las estrellas?¿Cuándo había empezado a temer que se la tragase el barro, o el chasquido de una rama, o el aliento trémulo del viento nocturno?

Gillian es una forastera, una trabajadora social que arrastra una herida, la pérdida de su esposo, asesinado pocos años atrás. El lugar que habían elegido para vivir no ofrecía demasiadas cosas a la gente como ellos -progresistas, con educación universitaria, sin demasiado interés en las competiciones de instituto ni en la religión. Es como un ser de otra galaxía en ese universo, sabe que son mentes en otra frecuencia de onda, aunque también, insegura, por ese desvalimiento que a veces la abruma, encuentre dificultades para comunicarse con su hija adolescente, Maddy. Es alguien que se enfrente a esas mentes que parecen haberse convertido en fosiles que se enquistan en su entorno. En las Bull Mountains, al este de Montana, piensan que la realidad les debe algo. Se revuelven contra lo que sienten como restricciones por parte de la agencias de protección de medio ambiente o la oficina federal de protección de suelos. Son las responsables de lo que pasa, no las cíclicas sequías, o las granizadas o las bajadas de precios sino las decisiones de esas agencias, más preocupadas por la protección de un buho, unos lobos, o el respeto a la naturaleza, que a sus propiedades y necesidades y posibilidad de beneficios. Su parcela de vida, su ombligo. La naturaleza simplemente provee, o es un espacio en el que descargar lo que ya es inútil, como un basurero infinito. ¿Era aquí donde había empezado todo?¿Con ideas anticuadas y mitos ciegos?¿La idiotez de regar la cuneta?¿La vanidad de regar esta tierra árida? La tierra donde los fracasos de la nación, los fracasos del mito, confluían con los fracasos del hombre. Donde la historia había ido a morir. Los hombres se organizan, incluso armados, para proteger ya no sólo lo que poseen sino lo que piensan que les deben. Y una prevista matanza de lobos es su declaración de principios (o de su brutalidad).

Los demás montañeses violentos e ignorantes, pero con sus derechos, esos que pensaban que el este de Montana era suyo y que podían hacer allí lo que quisieran, esos que habían olvidado, convenientemente, que sus bisabuelos habían sido los primeros en recibir tierras, que sus abuelos habían sido los primeros en erosionarlas, y que tanto sus abuelos como sus padres habían envenenado los ríos y diezmado las poblaciones de uapitís, berrendos y gallos de las praderas, y que el Gobierno Federal había contribuido a cada paso -desde la electrificación del campo hasta el arrendamiento barato de pastos- a financiar aquella absurda forma de vida de la que hablaban sin parar. (…) una espiral de degradación de la naturaleza, además de incultura, alcohol, metanfetaminas y familias destrozadas.

La tercera voz es la de un padre que desapareció años atrás, la voz del padre de Wendell, Verl, una voz en fuga, fantasmal, entre los bosques, una voz que es emblema de esos montañeses violentos, y que refleja la escisión de Wendell, porque para él era dos padres, el asesino, el que mataba lobos, pero también el que hacía reir a su madre con su chistes. Pensó en chicos tristes, que daban palizas, y en palabras tristes y ásperas, y en las pistolas que, de pronto, son las manos. Es la voz de un espectro, que ya no es pasado ni presente, porque desapareció, pero aún persiste como un hueco que es mordisco en la agresividad de los montañeses que marcan su territorio. Una ceguera que sólo encuentra la vía de la violencia para expresarse. Y el día se ahondó en sí mismo. Se convirtió en algo que arañaba y gruñía y respiraba. Un gran bestia musculada que se levantaba sobre sus patas traseras y se erguía cuan larga era, se metía en los pulmones el sol poniente, el viento calmo, el canto vespertino de los pájaros. Lo inspiraba todo, a todos, como si fueran polvo, y luego los espiraba.

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Wilkins ha publicado tres libros de poemas, y se percibe en esta prosa que parece desprenderse de lo accesorio y empaparse de lo reflexivo y lo lírico, como si se difuminaran los límites entre interior y exterior, entre lo que sienten y lo que hacen. Las acciones se narran con una precisa rotundidad, como si fueran guiadas por una inexorabilidad y contuvieran a una realidad encabritada. La emoción brota como el alivio de lo que tanto ha sido reprimido, o de lo que se sentía que faltaba, porque simplemente puedes sentirte vulnerable o expuesto, entre tanta piedra con forma humana que conforma tu entorno. Se agarra a las entrañas, seca, cortante, como en Un pie en el paraíso, de Ron Rash, con la que coincide en ambientación y progresión emocional. Es una hermosa imagen esa que congrega a tres huérfanos de padre. Una de esas imágenes que perdura como si captara el temblor de la intemperie. En las Bull montains, sus corazones, a la deriva, se tropezaron, y Wendell no entendía cómo habían acabado allí los dos; no, los tres. No había padres entre ellos. Ni mundos rotos. Cada uno conocía el más profundo vacío.

Es una obra trenzada por las interrogantes de quien se siente desgajado y la indignación insurgente de quien se confronta con la obtusidad que contamina toda forma de vida alrededor porque lo han entendido todo al revés. Por eso estaban volviendo los lobos. Estaban acostumbrados a aquello. A ellos les daba igual que se les debiera algo o no. Vivían como exigía la tierra. Ahora lo comprendía. La tierra se habia llevado a su padre y le había dejado aquella triste historia que los otros entendían completamente al revés. Es una obra sobre personajes que forcejean con sus emociones, y su realidad alrededor. Personajes frágiles que buscan esa brecha a través de la que sentirse vulnerables y expuestos, porque es la mejor manera de conectar, y sentirse así más vivo y presente. Personajes que no se conforman, que son capaces de abrir senderos entre los recuerdos, los relatos y los sueños, y no convertir en pistola un puño, sino en un gesto, una mano abierta, que recuerde que alguna vez fueron niños que soñaban con una realidad en la que otros niños no dejaran de hablar por el dolor que habían padecido. La aventura de lo posible.

Le contó lo que sabía del mundo, que no era mucho, pero era más de lo que sabía el chico, y de aquel modo pasó del recuerdo al relato, y del relato al sueño, hasta que los límites entre unos y otros se derrumbaron en la oscuridad. Luego le contó la historia de otros viajes y otros viajeros, y, por un momento, parecía como si estuviesen atravesando la Tierra Media o siguiendo el Misuri por un continente desconocido: una aventura, como todas las aventuras, oscura y peligrosa, llena de deseo y azar.