En las últimas semanas han llegado algunas de las películas que se proyectaron en el festival de Cannes del año pasado, es decir, casi un año después. La semana pasada, por ejemplo, lo hizo Más allá de las montañas, de Jia Zhang-ke, y, esta, lo hace Tres recuerdos de mi juventud, de Arnaud Desplechin. Aunque se puedan celebrar sus estrenos, no deja de resultar llamativo que lo hagan en los mismos días en los que ha finalizado el actual certamen con la intuición de que gran parte de las películas vistas este año tardarán varios meses en llegar a las salas y que, en el mejor de los casos, conseguirán incluso tener algo de atención. Entre otras muchas problemáticas, esa tardanza podría hacer pensar que se debe al carácter o a la naturaleza de la película, esto es, a su condición de cine de autor o similares etiquetas que quieran ponerse y que acaban creando alrededor de estas películas otras todavía peores, como las de inaccesibles, complicadas, difíciles, cuando en general son todo lo contrario. La falta de naturalidad con la que a veces se tratan en los medios, y que obedece en muchos casos a intereses de quienes escriben, no ayuda en absoluto: una cosa es que puedan ser películas más exigentes en ciertos aspectos y otra muy diferente que cualquier espectador no pueda disfrutar con ellas.

Tres recuerdos de mi juventud es un buen ejemplo de lo anterior. Desplechin no es un cineasta demasiado conocido en nuestro país, a pesar de haber iniciado su carrera a comienzos de los años noventa y tener una corta filmografía. Algunos títulos han llegado a nuestras pantallas, como su anterior película, Jimmy P., o como las excelentes Reyes y reina o Cuento de Navidad, pero, en general, permanece en el mismo lugar que muchos cineastas, en una suerte de limbo de desconocimiento cuyos puntuales estrenos pasarán de puntillas por la cartelera. Puede que sea el caso de Tres recuerdos de mi juventud, en la que el cineasta recupera al personaje de Paul Dedalus –nombre sacado de las novelas de James Joyce Retrato de un artista adolescente y Ulises- quien había aparecido en dos películas anteriores del director, Comment je me suis disputé…(ma vie sexualle) y Cuento de Navidad, en la primera interpretado por Mathieu Amalric, quien vuelve a hacerlo en Tres recuerdos de mi juventud en su edad adulta y por Quetin Dolmaire en su juventud –con otros dos jóvenes actores en la edad infantil y adolescencia-, y, en la segunda, por Emile Berling.

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Este alter ego, que recuerda al Antoine Doinel de François Truffaut, sirve al cineasta en su última película para crear un relato fragmentado en tres partes –como su título indica- pero con un breve prólogo y un epílogo. En la primera, narra la infancia de Dedalus; en la segunda, su adolescencia dentro de un entramado de espionaje; en la tercera, y que ocupa el grosso del metraje, su juventud y su relación con Esther. Para cada parte, Desplechin crea un ritmo, un tono, que traduce el momento: la infancia mediante destellos de memoria, breves secuencias que explican un trauma de Dedalus que estará presente en todo momento durante la película y que, por extensión, condicionará su vida.  Desplechin crea un montaje rápido, casi fantástico, como un correlato de recuerdos inconexos en apariencia pero que, vistos en conjunto, cobran sentido. Recuerdos lejanos que regresan como fogonazos y que permiten construir una idea pero no así relatarla de una manera convencional. Casi como una visión fantástica del pasado, que se sabe que ocurrió, pero se tiene la sensación de que, quizá, no fuera así. La segunda, en cambio, el tono es muy diferente. Trasladando la acción a la Unión Soviética, Dedalus se ve envuelto en una historia de espionaje, de aventuras, que, en el fondo, traduce bien esa adolescencia en busca de emociones fuertes, de sentirse importante. Aunque relatado de una manera más convencional que el episodio de la infancia, dado que Dedalus se lo está narrando a un agente que le ha confundido con un posible agente doble, surge de nuevo la sensación de que, quizá, aquello, también sea una fantasía del personaje. La invención de una vida, o, mejor dicho, de una doble vida, dado que la narración de ese episodio tiene como resultado el dar a conocer los motivos por los que otro hombre en Australia tenía su nombre.

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En la tercera parte y que, como decíamos, es la que ocupa más metraje, Desplechin narra el primer amor y, la primera decepción, de Dedalus, Esther, mediante una narración que no evita el partir de un modelo argumental tan asentado en la cinematografía francesa desde la nouvelle vague de amor y desamor entre jóvenes rebeldes y melancólicos, en este caso mediante una historia epistolar en la que la palabra toma una dimensión tan relevante como la imagen. La relación a distancia, los encuentros y desencuentros, los celos, todo va creando un sentido romántico exacerbado que, sin embargo, Desplechin sabe modular en cuanto al tono y el ritmo que imprime al desarrollo narrativo, el cual, sin embargo, es bruscamente roto durante el breve epílogo final, en el que Dedalus, ya adulto, increpa a un amigo. El recuerdo queda roto por el sentido de culpabilidad y el resentimiento y, a su vez, todo el tono cercano –y tan solo aparente- a la nostalgia que ha acompañado al relato de ese primer amor de juventud que marcará su vida adulta. De este modo, Desplechin viene a mostrarnos una época que en un primer momento aparece rememorado desde cierta idealización para, después, acabar con ella. Un final sombrío y melancólico que, sin embargo, no niega que cada fase que conforma una vida debe ser simplemente vivida.

 

La fragmentación estructural de la película, las constantes rupturas de tono, los diferentes estilos, hacen de Tres recuerdos de mi juventud una película que a pesar de ubicarse en varios momentos del pasado y de su equívoco tono nostálgico, se inscribe a la perfección no solo dentro del trabajo previo de Desplechin, a la vez muestra a través de muchos de sus aspectos una forma narrativa muy actual.