En mi casa siempre se ha escuchado Extremoduro, es algo que llevo haciendo desde tiempos que ni recuerdo. Antes incluso de saber quién era Robe Iniesta, antes de entender qué quería decir aquello de que la libertad es un sueño que se inventó el miedo, ya estaba ahí. Sonando bajito en el coche, en cintas gastadas, en CDs rayados. Extremoduro no era un grupo: era el ruido de fondo de una familia, una forma de estar en el mundo.
Hoy, sin embargo, escribo desde otro lugar.
Robe ya no está.
Por eso esta no es solo una “crónica de sucesos”. Es una despedida. Una despedida dolorosa, pero también agradecida: a lo que fue, a lo que dio, a lo que fuimos gracias a él.
Robe nunca fue solo Robe. Fue el tipo que escribió lo que otros no se atrevían ni a pensar. El que convirtió el dolor en poesía sucia y la ternura en un acto casi obsceno. El que nos enseñó que se podía ser profundamente sensible sin dejar de ser feroz. Extremoduro no era rock urbano, ni rock poético, ni nada que cupiera en una etiqueta. Era una manera de sobrevivir. Se le nota en la voz, por dentro es de colores, y quizás por eso dolía tanto escucharle.
Crecimos con sus canciones como quien crece con un hermano mayor que no siempre da buenos consejos, pero siempre dice la verdad. Ama, ama y ensancha el alma no era un verso bonito: era una consigna vital. Salgo a la calle, ay, amor, qué bonita está la vida sonaba cuando no estaba bonita en absoluto, y aun así funcionaba. Porque Robe nunca prometió felicidad. Prometió honestidad.
Mi padre siempre me dijo que Estopa triunfó porque Extremoduro no sacó disco ese año. Lo decía medio en broma, medio en serio, pero había algo de verdad en esa frase. Se podría decir lo mismo de Melendi, o de Marea. De tantos otros. La cantidad de grupos que han sido influidos por Robe -consciente o inconscientemente- es inabarcable. No porque todos sonaran igual, sino porque todos bebían de la misma fuente: la certeza de que se podía hacer música sin pedir permiso.
Robe abrió una grieta por la que se colaron muchos. Algunos la atravesaron con respeto; otros la convirtieron en fórmula. Pero todos pasaron por ahí. Porque Extremoduro no solo marcó un estilo: legitimó una actitud. Demostró que se podía cantar mal, desafinar, gritar, susurrar, mezclar a Lorca con una resaca, hablar de drogas, de amor, de miedo, de clase, de derrota, sin maquillar nada. Y que aun así, o precisamente por eso, la gente iba a escuchar.
Hay artistas que acompañan épocas. Robe acompañó vidas enteras. La adolescencia confusa, el primer amor que dolió más de la cuenta, las noches largas, las amistades que ya no están, los bares cerrados, las carreteras secundarias. Extremoduro estaba ahí cuando no sabíamos ponerle nombre a lo que nos pasaba. Y eso no se olvida.
Por eso esta despedida no es triste. Es agradecida. Porque no se despide a alguien que se va, sino a alguien que ya se ha quedado para siempre. Aunque su voz se haya apagado, aunque su presencia física ya no esté, las canciones siguen haciendo su trabajo. Siguen entrando donde hace falta. Siguen rompiendo algo por dentro para que vuelva a crecer mejor..
Hoy mucha gente dirá que ya no hay grupos como antes. Que ya no se escriben letras así. Que ya no se siente igual. Puede que tengan razón. Pero no porque falte talento, sino porque hay voces irrepetibles. Y Robe es una de ellas. No se hereda, no se clona, no se reemplaza. Se escucha. Se agradece.
En mi casa seguirá sonando Extremoduro. Ya no en cintas ni en CDs, pero sí en la memoria y en plataformas digitales. En frases que vuelven sin avisar. En silencios que suenan a verso. En esa sensación de haber sido entendido por alguien que no te conocía de nada.
Esta no es una despedida definitiva. Es un hasta aquí. Un cerrar los ojos un momento y decir gracias. Gracias por tanto ruido. Por tanta belleza rota. Por enseñarnos que a veces vivir consiste simplemente en no traicionarse.
Gracias por tanto Robe.