En ocasiones me apetece tomar un chop suey de gambas o un pollo con almendras o el humilde arroz tres delicias. Ya sabemos, platos típicos de los restaurantes chinos que inundaron Madrid y tantas otras ciudades españolas en los años ochenta y noventa del pasado siglo. Pero no suelo encontrar dónde. Los restaurantes chinos - tan cutres, tan baratos y kitsch -  casi han desaparecido, y los que se encuentran casi miedo da entrar en ellos. Vacíos, silenciosos y en penumbra, parecen el objeto directo de un boicot. Restan, sí, algunos notables,  muchos de ellos en el barrio de Usera, la gran zona de los chinos en Madrid, y anuncian la reapertura de La Gran Muralla, el primer local abierto en la capital 1974 y donde empezó todo.

Pero el boom de los restaurantes chinos acabó al tiempo que China crecía como el gigante: por metros. Esta cocina o, mejor dicho, una buena parte de sus productos y algunas de sus recetas se desperdigan en la oferta de los múltiples fogones que nos acompañan en nuestra presente modernidad tan anillada a la distopía. Me refiero a las cocinas peruana, hindú o thai, en tanto que a la entorchada cocina Michelin - y de las sensaciones - se le caen de las pinzas sus verduras menudísimas y perfuman las salsas con sésamos orientales de nombres impronunciables. Y, ay,  nuestros hijos han colado en nuestras casas para siempre jamás la salsa de soja (¡aaagggg!).

¿Qué ha podido ocurrir para que se produzca tan fenomenal retirada de restaurantes, y también de colmados, al tiempo que la China pekinesa inunda al mundo de todo y hasta cogido tiene por ahí mismo al fiero Trump? La explicación fácil y, por tanto, más extendida es que no han sabido adaptarse a la competencia, allanarse a los gustos que trae el nuevo milenio. También se cita como causa notable la mala imagen de estos locales, su higiene escasa, la suciedad a la vista y el tongo (gato por liebre) que se les supone. Entre en Google y vea: aún dominan entre las noticias más destacadas titulares como estos: “La policía cierra un restaurante chino por falta de higiene", “Ratas en la nevera y cucarachas en el arroz” o “Canarias: cierran una cadena de restaurantes chinos que servían carne de perro”.

Pero no sólo caen restaurantes, también los bazares, las inmensurables tiendas de ropa y hasta las múltiples peluquerías y salas/embudo de manicura. Se da peso también a la crisis económica, al aumento más que notable de los alquileres, pero me resisto a creer que sean solo éstas las causas de su desvanecimiento de los centros urbanos.

Creo que no se ha valorado lo suficiente la influencia que en esta silenciosa retirada ha tenido el llamado caso Gao Ping. Después de de cuatro años largos de investigación en un juzgado de la Audiencia Nacional, la Agencia Tributaria elevó un informe al juez que concluía en que Gao Ping y su esposa, manejando 16 sociedades, cometieron un fraude fiscal de 17 millones de euros entre 2010 y 2012 operando con la importación de mercaderías chinas que comercializaban en los bazares regentados pos sus compatriotas. Si a ello añadimos que el habilidoso Gao venía trabajando con estas sociedades (y se supone que con parecidas prácticas) desde 2001 hasta 2015 que le echaron el guante, es fácil imaginar de que estamos hablando. La trama delictiva debió ser de tal magnitud que el citado informe de Hacienda entregado al juez concluye, según leemos en El País, en que “la práctica totalidad de los bazares regentados por ciudadanos chinos en España tenía contactos comerciales con algunas de las sociedades de Gao Ping”.

¿Reaparecerán pronto para vendernos lujo? Nada está escrito a pesar de nuestra pertinaz querencia por el sino. La realidad presente es que la colonia china ha dejado de crecer en España. Puede que en otros países, incluido el suyo, vivan mejor que aquí ya que desde hace unos años pagan  impuestos. Y los préstamos de dinero de tapadillo entre ellos pudieran resultar insuficientes para mantener a flote sus barcas de la abundancia tan pobres.