A veces pasa. Hay cosas que creemos que están claras, y no lo están en absoluto. Y cosas que se creen superadas y que, a poco que se baje la guardia, reaparecen campando por sus fueros. Y esa sensación es la que tengo desde hace unos días con un tema que me preocupa especialmente: la violencia de género. Un tema que ha vuelto a la palestra no porque se hayan aumentado los medios para prevenir o ayudar a las víctimas, sino por algo que puede desembocar en  todo lo contrario. Porque en estos días, han resurgido voces que niegan la existencia de la violencia de género. Nada más y nada menos.

Pero ¿qué quiere decirse cuando se afirma que la violencia de género no existe? ¿Se pone en duda la existencia de mujeres asesinadas? ¿Se cuestiona la realidad de las víctimas? ¿O acaso se niega un concepto jurídico aprobado con todos los parabienes en nuestro Parlamento y que forma parte de convenios internacionales ratificados por España? Una respuesta nada fácil

Si las 22 mujeres asesinadas este año, o las más de 1000 asesinadas desde 2003 -momento en que empezaron a recogerse en las estadísticas- levantaran la cabeza, morirían de nuevo de tristeza y de impotencia. Porque se les estaría negando lo único que les quedaba, la dignidad. Y por descontado, el hecho de que su muerte sirviera, al menos, para evitar otras en el futuro.

Ahora bien, dado que negar que fueron asesinadas es imposible, lo que niegan es que la violencia machista fuera la causa, como si el hecho de que su pareja o su ex pareja les hubiera dado muerte -a veces, muy violentamente- fuera una mera casualidad y no respondiera a una causalidad muy concreta y determinada. Y esa causalidad es, precisamente, la violencia de género, la causa estructural que une todos estos asesinatos.

Y esto no es algo que diga yo, sino que lo dice una ley orgánica, esto es, una ley que requiere de mayorías reforzadas, que fue aprobada por unanimidad, esa rara avis en nuestra política actual. Los partidos de entonces, fuera cual fuera su ideología, dieron el sí a una ley que salvaría la vida de muchas mujeres, y mejoraría la de muchas otras. Una ley que, además, es, posiblemente, la más constitucional que existe, porque tiene el récord de cuestiones de constitucionalidad presentadas, todas ellas resultas en el sentido de considerarla acorde con nuestra norma suprema.

Y aun hay más: el Convenio de Estambul, ratificado por España, consagró no solo el concepto de violencia de género sino que lo amplió a todas las violencias que sufrimos las mujeres por el hecho de serlo, dentro y fuera del ámbito de la pareja.

Por tanto, negar la violencia de género es negar la ley, y la Constitución, y las declaraciones internacionales de las que España es parte. Pero, por encima de todo, es negar el derecho a la igualdad y a la vida.